jueves, 20 de agosto de 2009

Desmoldando

Podría haber sido la costumbre, el miedo, la cobardía, la ingenuidad o la mera ignorancia. También, podría haber sido un conjunto de varias razones o, incluso, podría no haber razón alguna. El hecho es que nuestro personaje había nacido en ese ambiente, rodeado por esas cuatro paredes, y allí mismo había crecido y educádose. Allí había aprendido lo que era la vida (lo que creía que era la vida) y allí estaba viviendo. La firmeza de esas paredes, o mejor dicho la certeza de que esa firmeza era tal, era lo suficientemente fuerte como para obstruir a cualquier pensamiento que osare aventurarse fuera de ellas. Así, fuera de las paredes se encontraba la nada misma, la falta absoluta de realidades espacio-temporales, la inexistencia total.

Por momentos, las paredes proporcionaban una calma, una contención y una seguridad dignas de envidia. La vida allí no presentaba grandes dificultades, ya que todo era bien predecible dentro de los divinos límites, esas cuatro paredes que estaban ahí, y religiosamente era imposible atravesar. Esas paredes, a veces, eran verdaderamente interesantes. Nuestro personaje se sentaba, o se acostaba quizás, y se dedicaba exclusivamente a la contemplación de ellas cuatro. Estaban perfectamente decoradas, y no sólo por manos contemporáneas, sino que a lo largo de los siglos, generaciones y generaciones, culturas y culturas, habían dejado impresos en ellas sus legados a la posteridad. Más allá de los detalles arquitectónicos, llamaban mucho la atención las pinturas. Coloridas unas, tétricas y oscuras otras, todas seguían un patrón común: En todas y cada una de las pinturas se podía observar alguna de las paredes, o alguna de las implicancias que estas tenían. Todas las pinturas mostraban vida, vida dentro de las paredes, a lo largo de miles y miles de años.

Una tarde, mientras nuestro personaje estaba sumido en estas actividades contemplativas, comenzó a sentir una sed inmensa. Nunca antes había tenido tanta sed. Entonces, se paró rápidamente y fue en busca de agua, fue en busca del líquido de la vida y bebió, litros y litros, durante horas, pero su sed seguía allí, firme e inamovible, como una pared. Entonces, tras unos momentos de angustia total, cayó en la cuenta de que su sed no era normal, no se trataba de una simple necesidad fisiológica de su organismo, sino que era una sed más importante, profunda y vital, trascendental para el resto de su existencia. Tenía sed de ser, de existir plenamente y, claramente, esa sed no se apacigua con agua. Pero inmediatamente, sin meditación consciente ni causalidad alguna, supo como aplacar esa sed y, al mismo tiempo, dejar su legado en las paredes, la marca de su vida y de su tiempo que, además, podía cambiar el curso de esas paredes y de las vidas inmersas en ellas (de algunas vidas, al menos) por el resto de la eternidad.

Así fue que nuestro personaje se puso a pintar. La pintura no necesitaba de grandes detalles ni proezas con el pincel para cumplir con su propósito, y sin embargo él pintó durante horas, logrando una obra excelente, poniendo en evidencia su gran capacidad, su esencia artística. Al finalizar, la miró por unos minutos. Miró la ventana que acababa de pintar en la pared. Los marcos parecían ser reales, de madera recién pulida, reluciente. Las cortinas eran blancas y abundantes, aunque dejaban entrever el fuego que ardía del otro lado, el fuego más intenso jamás observado en esa habitación, en esas paredes, y en esa vida. Entonces, con la obra terminada y muy satisfecho con su acción, nuestro personaje abrió la ventana y salió hacia el fuego, hacia lo desconocido, hacia el misterio y la verdadera vida, hacia la plena existencia. Se fue para nunca más volver, mientras sentía como su sed se tranquilizaba poco a poco.

lunes, 17 de agosto de 2009

Escape o final

Tengo esta sensación desde que estoy en el hospital. Y en realidad esto no aporta casi ninguna información nueva, porque no recuerdo hace cuanto que estoy acá. Es lógico, por eso, que tampoco recuerde cómo eran las cosas antes.

Si quisiera embellecer (o, más bien, decorar horrorosamente) el relato, te diría ahora que la habitación es mugrosa, fétida, que hace un calor infernal y qué se yo cuantas minuciosidades más. Pero la verdad es que no le presto mucha atención a estas banalidades. Lo mismo me da estar acostado en un inmenso sommier de 2 plazas, con sábanas floreadas y almohadas crujientes, ambiente climatizado y aroma a jazmines, o en un catre irrespetuosamente duro, tapándome con una harapienta manta y oliendo a riachuelo. Tampoco me incumbe mucho (al menos en este momento) si aquello que al principio denominé ingenuamente “hospital” es un loquero, un centro de experimentación clandestina o pura fantasía onírica. En serio, te digo, en este momento nada de eso me molesta.

Pero sí quiero dejar constancia sobre aquella sensación que ya te mencioné: me despierto cada mañana y mi cabeza quiere despegarse de su cuerpo. Puedo tratar de describirlo, sí: no es que me sienta un decapitado cuya cabeza está unida al cuerpo por algún endeble músculo o cartílago, “pendiendo de un hilo”, como se diría. No, no, nada que ver con el Jinete sin cabeza. Nada de eso. Todo sucede en el interior. Mi mente (diría cerebro, pero prestaría a confusiones: no me refiero al órgano, no tiene nada que ver esto con aquello), sofocada, oprimida por el cráneo, quiere escaparse. Quizás en forma de pensamientos, o transformándose en algún misterioso espíritu invisible, como aquellos que rondan descorporizados las casas tenebrosas que siempre aparecen en los cuentos de terror… no importa la forma, pero lo que sucede es que, en esos momentos, el cuerpo parece no servir, estorbar, perturbar. Nunca fueron buenas mis descripciones (vos lo sabés) pero tampoco es que pueda decir mucho más al respecto; es eso: la mente quiere escaparse de la cabeza, del cuerpo, de ese inexplicable e inútil revuelto de tripas, órganos, huesos, grasas y demás manifestaciones de la materia.

Todo esto que cuento dura, digamos, unos quince minutos. Sin exagerar te digo, en serio, que no recuerdo situación más terrible en aquello que antes –supongo- fue mi vida. La transición entre el sueño y la realidad siempre es jodida, eso es cosa sabida, pero nunca tan perturbadora, creéme.

Al rato la cosa se aligera: se ve que la mente acepta cuál debe ser su lugar, resignada, vencida, y así me acompaña (o yo la acompaño ¿quién sabe?) durante el día. Pero no por eso dejo de pensar en lo que sucede. Acaso existirá alguna solución? Será por esto que me tienen acá? En esta horrible rutina, con esos ejercicios, esos estudios, esas inyecciones, esas pastillas. Toda esa mierda. Los cretinos, encima (y esto es lo peor) creen hacerme un favor. Y cuando yo protestaba, me resistía -ya no lo hago más, no sirve de nada- no sólo me castigaban, sino también acusábanme de desagradecido, infeliz, inconsciente. Sí, así como suena, inconscientes me decían esos miserables.

Esto lo vengo pensando hace rato, pero recién hoy me decidí. Creéme que lo pensé demasiado, busqué mil salidas, traté de encontrar otra manera menos drástica e irreversible, pero no puede haber otra forma de liberarme. Es así es como debe de ser. Además esto, así como te lo cuento ahora, es cada vez más insoportable, es hora de ponerle fin. La mente se quiere ir del cuerpo, así que le voy a cumplir su deseo. No sé que va a pasar después, no sé si va a seguir pensando o si se va a extinguir lentamente, como lo hace el fuego cuando se le deja de echar leña. Tal vez sea un final repentino, un súbito apagón de todo. No sé que va a pasar, y creo que nadie en mi situación podría saberlo. Lo que sí estoy seguro es que, cualquiera sea el estado en que me encuentre, no voy a poder escribir, ni hablar, ni comunicarme. Así que esto es lo último que vas a saber de mí. Espero que me recuerdes así como fui alguna vez.

jueves, 6 de agosto de 2009

¿Círculo? ¿Espiral? ¿Todo? ¿Nada?

Arbitrariamente, podríamos decir que el ciclo comienza un Lunes cualquiera, de un mes cualquiera y un año cualquiera. Ese Lunes, Pedro está contento: después de meses angustiantes, donde su subsistencia y la de su familia se basó en un pobre subsidio estatal para desempleados, ha conseguido un empleo. Así cree realizarse como hombre: desde bien chico le dijeron que debía trabajar duro, “ganarse el pan”, “sudar el lomo” y otras tantas metáforas que significaban lo mismo: la vida era el trabajo (el trabajo para otro) y luego todo lo demás.

Pasadas algunas semanas, aquel idilio inicial, esa alegría desbordante ya no existe en Pedro. Estamos ahora en una situación más normal, más general, más creíble: esta vez el despertador suena, y esos 5 o 10 minutos que se espera antes de levantarse (esa transición irracional entre los sueños y la realidad) nunca son suficientes. Pedro se levanta y ya no está tan contento como semanas atrás, ya automáticamente está fijada la motivación para el resto del día: volver a casa con la obligación cumplida. Una ducha rápida, un desayuno frugal en el que con suerte se cruzan algunas palabras con los familiares, y la calle. El calor, el frío, la humedad, la lluvia, el tráfico, las manifestaciones, los olores nauseabundos, los ruidos insoportables. Es fácil encontrar razones para el malhumor de la gente.

La cuestión es que comienza el día y Pedro se dirige nuevamente a la oficina. La estadía allí puede tener distintos matices: se puede realizar una tarea de manera efectiva y responsablemente, o bien se puede aprovechar cualquier oportunidad para haraganear. También puede suceder que los compañeros y superiores sean soberbios, insoportables, asquerosos (o, por el contrario, gente agradable donde las charlas –triviales- no escasean, con el mate y las facturas siempre bien recibidos). Ninguna de estas cuestiones son relevantes: Pedro, como la casi absoluta mayoría de los empleados, mira constantemente el reloj esperando que sean las 6. Si tiene suerte, a esa hora emprende el regreso. Y ese momento es de verdad agradable. Si bien cansado, Pedro se siente realizado, ha cumplido su deber, y ahora dispone de unas cuantas horas de tiempo exclusivamente para él. Planea, organiza, piensa.

Por unos momentos perdimos de vista a Pedro. Lo encontramos nuevamente acostado en su cama, verdaderamente destruido, y enojado porque esas horas de libertad no sirvieron para casi nada. Charlas superficiales con la familia, (¿Qué hiciste hoy?¿Qué te sacaste en Matemática?¿Cómo te fue en el trabajo? Lo mismo que todos los días, me saqué un 7, bien y a vos gordo?) una cena apurada y casi por obligación, y entretenimiento frente al televisor. Lo de entretenimiento aquí es demasiado generoso, mejor sería llamarlo dispersión, o más apropiado aún, pérdida de tiempo. Todo esto sumado a las 9 horas de trabajo fue suficiente para que el cansancio ataque fervientemente, y el sueño gana la batalla sin encontrar demasiada resistencia.

A los pocos días, la motivación que antes había sido volver a casa a las 6, ahora cambia. Esas pocas horas no sirven para nada. La nueva añoranza es el tan preciado fin de semana, es él quien le da sentido al resto de los días semanales. Así, el viernes a la tarde la alegría es inmensa, teniendo en cuenta que no haya trabajo para el sábado, claro está. Pero en este momento el cansancio lleva 5 días acumulándose, y gana la batalla nuevamente: Pedro está en la cama, quiere salir con su mujer o sus amigos, saborear de cerca la libertad, pero no tiene energía suficiente, y decide dormir. Todavía quedan 2 días enteros.

Si logra efectivamente aislar las preocupaciones laborales, Pedro le saca provecho al fin de semana: agradables momentos con la familia, alguna comida en pareja o con parejas amigas, asado y fútbol con sus compañeros. Quizás la concurrencia al cine o al teatro, o a un espectáculo deportivo. Con suerte, ese fin de semana Pedro se siente pleno y feliz.

Pero a las pocas semanas, Pedro se da cuenta que la idea de sentirse feliz 2 por cada 7 días (si no contamos los feriados) no parece muy agradable. Entonces las motivaciones cambian nuevamente. Son tan veneradas, que se empieza a planearlas y hablar de ellas meses antes de su comienzo: esos excelentes 14, 21 o 28 días (dependiendo de la antigüedad en la empresa) para disponer totalmente del tiempo, sin ninguna obligación. Incluso, cuando transcurre un buen pasar económico, Pedro puede realizar la grandeza de viajar: conocer el país, el continente, el mundo. Pero son tan espectaculares como efímeras, y en un abrir y cerrar de ojos se volvió a la rutina. La mira pasa a fijarse entonces en las siguientes vacaciones, todo el año laboral tiene sentido sólo entonces: la disposición absoluta sobre el tiempo, la libertad, la felicidad.

Pasan algunos años, y Pedro comienza a darse cuenta que no es buen negocio tampoco ser feliz un mes por cada 12. Pedro ya está grande, los años le pesan, y casi sin notarlo, piensa cada vas con más anhelo en la jubilación: esa situación donde el Estado le pagará todo lo que él aportó, y con eso podrá vivir (en mejores o peores condiciones según la posición social) sin trabajar, saborear ese placer de controlar íntegramente su tiempo, hacer lo que él quiera, ser libre. Pedro finalmente se jubila, se regocija de su situación, llora de satisfacción.

Pero Pedro está viejo. Las visitas al médico se hacen cada vez más frecuentes, ya no puede jugar al fútbol con sus amigos, poco a poco va perdiendo la vista y la audición. A los 70 ya necesita ayuda para caminar. Al fin y al cabo, no es tanto lo que disfruta su tan añorada libertad… de hecho la padece bastante, se aburre, no sabe qué hacer con su tiempo, se siente inútil, se siente solo.

Pedro está sentado en la silla mecedora del living, balanceándose frente a la ventana, mirando el Sol que se escapa por el horizonte. En realidad, sus ojos se dirigen hacia allí, él está mirando para su interior. Mira su vida, sus recuerdos, sus años de juventud, sus mejores momentos. Mira su vida: mira sus efímeros momentos de felicidad pero también mira las incontables horas al servicio de la empresa, mira su vida y la piensa, la piensa mucho. Pedro está triste, melancólico, cansado y débil. Piensa en su muerte también, que pronto llegará. Y piensa si el error estuvo en todas esas horas brindadas al servicio de los intereses económicos (propios, pero principalmente ajenos) o si el error estuvo en no disfrutar más esos fugaces momentos de felicidad y plenitud.