sábado, 26 de septiembre de 2009

Búsqueda s

Lo voy a plantear de un modo esquemático y simplificador: son dos búsquedas, que a veces resultan teóricamente inconciliables, pero que es menester unir, es necesario hacer una de ambas. Y no solamente en la teoría, sino (principalmente) en la práctica. Me refiero, por un lado, a esa búsqueda interior y personal, búsqueda de felicidad y plenitud, de tratar de aprovechar este tiempo en el que sabemos existimos, y que también sabemos se va a acabar, ya sea hacia la nada o hacia otro cuerpo o hacia aquel cielo, o hacia cualquier trascendente etapa de la cual nunca vamos a saber algo realmente cierto hasta morir. Es el anhelo de que, justamente al llegar ese incierto corte, podamos decir, con una sonrisa melancólica pero satisfecha, que estuvimos vivos. Esta búsqueda, pensada aisladamente, puede parecer rodeada de cierto egoísmo. Los más dogmáticos dirán que es reaccionaria, que es conservadora. Sin llegar a tal extremo, creo que es necesario juntar aquélla con otra, que a primera vista parece completamente distinta. Me refiero a esa búsqueda de carácter más social, que no tiene que ver estrictamente con uno sino con todos. La búsqueda de esa justicia donde haya real igualdad de oportunidades, o al menos la búsqueda de algo mejor a lo que vemos todos los días a lo largo del mundo (ya sea en vivo, por imágenes, por escrito, o por cualquier método que nos entere –realmente- cómo se están desenvolviendo los asuntos de la humanidad). Buscar que todos tengan la posibilidad, al menos la chance de elegir, dedicarse a la primera búsqueda a que me refiero, y no la obligación material de pasar el mayor (llamativamente mayor) porcentaje de sus días y sus vidas dedicados a proveerse la subsistencia, es decir, simplemente a trabajar más de 10 horas diarias para cumplir los requisitos, ya sea aquellos relativos al sustento necesario o al consumo banal impuesto desde afuera. Y esto, claramente, excluyendo a aquellos que no superan el año de vida por no comer casi nunca, que se arrastran por cuanto suburbio exista alrededor del globo mendigando migajas, que mueren en centros de salud improvisados buscando curarse de cualquier enfermedad o tratando de evitar traer más vida (miserable vida) a la Tierra, y un larguísimo etcétera en el que no es necesario entrar en detalles para dar cuenta de la miseria, que existe, es real, y no es culpa de los miserables, como mucha gente ingenua o perversamente cree. O, mejor dicho, sí lo es, pero estos otros miserables creadores de miseria no la sufren en carne propia.

No tengo la respuesta final, la solución. Es decir, en esta hemorragia de ideas y pensamientos planteo dos búsquedas que considero loables y esperables de llevar a cabo. Todavía no sé, en la práctica, en el mundo de lo concreto, cómo llevar adelante estas dos. Supongo que es cuestión de tiempo, de incansable búsqueda, de constantes intentos. De golpearse, caerse, levantarse y seguir caminando tambaleante, sabiendo que nos volveremos a caer, y a levantar.

lunes, 14 de septiembre de 2009

De-cisión


La vida es un enmarañado entramado de posibilidades, elecciones, azares y resultados. Por cada camino que se decide tomar, miles quedan intransitados, misteriosos, insondables. Tal es la gracia y, a su vez, la desgracia.




*Las imágenes son sacadas de Google. Si violo algún copyright, infórmeseme.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Caminar

Las calles están desiertas. Igual que ayer, igual que la semana pasada, igual que siempre. Igual, siempre igual. Y claro, es perfectamente lógico que las calles estén desiertas. La gente trabaja, estudia, tiene obligaciones, che. Y sí, pasadas las tres de la mañana la gente duerme, descansa, sueña, se atormenta. Es así cómo sucede. Los más atrevidos aún permanecen con los televisores prendidos o los libros abiertos, mirando atentamente, leyendo con avidez, o tal vez pensando en quién sabe qué delirios o preocupaciones que ahuyentan al deseado y necesitado sueño. Quizás por temor no salen a la calle, como si hace él. Quizás por rutina. No lo hacen, y por eso es que, justamente, las calles están desiertas.

Hace ya muchos años que el caminante pasea las calles, todos los días, salvo los viernes y sábados, y las vísperas de algún feriado perdido, días estos en que sí se ven personas por la calle. Pero no precisamente aquéllas del agrado del caminante. En esos funestos días, el caminante pasea por su departamento, recorre esquivando obstáculos esos escasos metros de los que se cansa rápidamente, y se somete a la difícil tarea de procurar dormirse, intentando no pensar en los invasores que en esos momentos vagabundean y disfrutan o sufren las calles, sus calles. Mal que mal, no puede hacer nada para evitarlo.

Así es que, con suerte, el caminante sale cinco noches por semana a sus misteriosos paseos. A veces oye sonidos lejanos, risas generalmente, tal vez gritos y algún que otro doloroso llanto. Suele intrigarse, imaginarlos. Pero son lo suficientemente lejanos como para que el paso por su conciencia sea muy fugaz. También oye vehículos que retumban, sus motores zumbando o sus gomas chirriando al contactar el frío asfalto. Imagina sus altas velocidades o sus repentinas frenadas, intuye la adrenalina de quienes se mueven a más de ciento ochenta kilómetros por hora. Presiente el peligro… luego, le resulta muy entendible que pocos minutos después del estruendoso golpe, las sirenas surquen velozmente la ciudad. Ambulancias, bomberos, policías. Todos se apresuran a la cita, ya sea por deber o vocación, mientras él escucha y lo presiente todo.

Pero estos acontecimientos suceden siempre lejos, perdiéndose en un horizonte invisible. Las calles de su barrio (sus calles) están siempre desiertas. Nunca se ven autos ni bicicletas, ancianos ni jóvenes. Hasta los balcones están vacíos (incluso en verano), las luces apagadas, o bien las persianas bajas. Pareciese como si quienes allí viven intuyesen su presencia, y a causa de un inexplicable temor o un impalpable designio, huyesen de su presencia y de su mirada, de su olfato y de su oído. Porque ni un leve suspiro se escucha cuando él camina.

A veces, sí se encuentra con insectos. Ellos no le temen, o bien no lo notan, o no tienen dónde esconderse. De noche, la ciudad se llena de cucarachas, que revolotean en las veredas, se esconden en los autos y en las alcantarillas, se mueven furtivamente, se alimentan con lo que encuentran. Quizás el día sea demasiado hostil para ellas. Es miserable su existencia. Sólo puede exceptuarse que, según se dice, son ellas quienes sobrevivirán a los efectos devastadores de la bomba atómica que quizás explote en la próxima guerra. O quizás no. En fin… el caminante ignora sus quehaceres, como si se tratase de un pacto tácito de mutua convivencia –porque ellas, cordiales, tampoco lo molestan-.

Algunas pocas y afortunadas noches, algún cachorro desamparado se cruza en su camino. Él añora de veras estos momentos. Sin palabras (pues claro, los perros no hablan) sólo con caricias y miradas (¿alguien puede saber, a ciencia cierta, que los animales no comprendan las miradas?) el hombre y el animal vencen por pocos minutos la soledad, se consuelan, se animan, prosiguiendo luego sus fatales o inciertos destinos.

La soledad. A simple vista, parecería que el caminante es un asiduo amante de la soledad, un viejo autista, ermitaño renuente del trato humano. Pero no es así. El caminante es joven y detesta la soledad. El problema radica en que es muy selectivo para con sus compañías. La mayoría de la gente no le gusta (tampoco le agrada él a ellos) y su presencia no sólo mantendría la soledad en su nivel frecuente, sino que además acrecentaría su furia, su malestar. Sabia decisión, entonces, prefiere no verlos. Pero él sale todas las noches, buscando terminar con su soledad, buscando ese lugar o esa persona o ese algo que le de un vuelco a su vida, que lo sacuda intensamente, que culmine o al menos mengüe sus pesares. Y todavía no lo encuentra, no se da cuenta.

Yo lo observo, noche tras noche, esperando que se dé cuenta, porque no puede verme (y así es cómo debe de ser, así es cómo será). Espero que me perciba o que me intuya, que me sienta, al menos que añore mi presencia o mi existencia, para finalmente poder encontrarme. Para que no tenga que seguir caminando hasta el día de su muerte.