sábado, 21 de noviembre de 2009

Recuerdo escurridizo de una sospechada posible verdad

Ésa era una de las tantas escenas que faltaba en aquel teatro en que a veces se convertía mi vida. Como todas, la ignoré, traté de olvidarla. O mejor dicho, traté de no intentar recordarla. Al principio creía que no iba a lograrlo: había algo en ese hueco de mi memoria que exigía ser descubierto, y constantemente presionaba en mí para que salga en su búsqueda… podía ser un misterio, de hecho lo era. Pero también podía ser una verdad, una gran verdad, de esas que tuercen rumbos, descubren velos, y despiertan ferozmente la tormenta de los abismos, o bien apaciguan las aguas hasta poder caminar sobre ellas, contagiando su armonía. Y ese era mi miedo inconsciente: perderme de esa verdad, en estos tiempos en que tanto faltan, dónde no podemos soslayar ni siquiera reflejos de ellas, estos tiempos en que necesitamos al menos sospechar que, en el paraje más remoto, podemos toparnos con un borroso y dubitativo acercamiento a la verdad. Pero como decía antes, mi ser era requerido en toda su extensión por más terrenales y (supuestamente) urgentes asuntos, y no podía perder mis energías ahondando en esos escabrosos recuerdos en donde un algo abstracto e inexplicable me inducía a creer que podía encontrar ese fragmento perdido de lo concreto, de lo existente, de lo verdadero. Así fue que abandoné, sin haber empezado, esa búsqueda.

Pero, inesperadamente, meses después sucedió algo que me hizo retomar la búsqueda, sin mayor certeza pero con renovada ilusión. Y es que sin desearlo, mientras mi cabeza se ocupada de otras cuestiones, vino a mi mente una escena, verdaderamente intensa, pero oscura, pantanosa, incoherente, indescifrable. No era una escena propiamente dicha: eran fragmentos, dispersos, que no seguían una cronología clara, y que bien podrían haber resultado de una artimaña de mi inconsciente, ser extractos de un sueño ya soñado o reconstrucciones de una historia escuchada en mis primeros años. No lo sabía, pero quizás por esa intuición -difícil de describir con palabras- que es la que nos lleva a acercarnos a la vida, a los tropezones y tanteando en la oscuridad… quizás por ello fue que asocié este caleidoscopio de imágenes aparentemente inconexas con esa escena que faltaba, con esa noche, de ese verano, en ese pueblo de los valles, que era una de las tantas que faltaban, pero una particularmente especial.

Confieso que fue difícil para mí asimilar esas imágenes, tratar de darles un sentido, clarificar y comprender lo que proyectaba mi volátil cerebro. Más difícil aún es transcribirlo en palabras. A duras penas puedo decir que no estaba solo, que era muy tarde (en algún momento vislumbré el incipiente crepúsculo) y que estaba en el lugar más alto en que me podía encontrar, respirando profundamente y observando las poco iluminadas viviendas y las calles que ya estaban casi desiertas, ahí abajo. Había cerca, en la cima de dónde me encontraba (y que seguro sería una colina o un pequeño cerro), una choza de adobe y paja, de la que tampoco puedo recordar muchos detalles. Me encontraba, además, sobre un camino, un camino de pequeñas y redondas pierdas, grises, que contrastaban con la tierra seca de la superficie, indicando la dirección a seguir, para no perderse. Y creo que eso es todo. No pude concluir demasiado, pero un fuego iluminó tenuemente mi recuerdo vacío, avivó mis esperanzas y ahora, irremediablemente, tengo que seguir buscando.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Reflexiones inconexas de una tarde relajada

No voy a decir que sienta una plenitud inmensa, una extasiada felicidad. No, no es saludable exagerar, ni ante mí ni ante nadie. Simplemente estoy cómodamente sentado, con mis pies estirados tostándose al Sol y mi cabeza respirando un poco de sombra, en un perdido balcón de la gran ciudad. Y mientras interrumpo la lectura de la novela que supo ganarse mi atención hace unos minutos, respiro hondo, saboreo el aire que parece más limpio que el de unos metros más abajo, y pienso que por un breve lapso de tiempo estoy teniendo paz.

En los balcones de enfrente, un pintor hace su trabajo con fervor, blanqueando los marcos de esa ventana mientras se codea con el abismo que marca ese octavo piso. La señora cuelga las húmedas ropas en aquella otra terraza, rodeada de macetas cuyas incipientes flores pronto tendrán mucho que decir a quien desee interpelarlas. Es que estamos a fines de Agosto, y particularmente hoy, la cercanía de la primavera es notable, claramente perceptible. Sin frío ni demasiado calor, con un Sol radiante sólo perturbado por aisladísimas nubes, que debieron haber nacido hace muy poco. Cierro los ojos ahora, y siento placer en la tranquilidad, mi cuerpo se siente a gusto. Me gustaría prolongar este momento… prolongarlo un largo rato, descansar, dormir unos minutos quizás… dejar de escribir, dejar de pensar…

Se oyen ruidos de autos y motos, frenadas desesperadas y aceleradas casi soberbias. También se oyen sierras eléctricas que corroen seguro algún pedazo de madera o de metal, un martillo incansable marcándole el ritmo a quien debería regirlo. Muchos otros ruidos también me llegan y me sacan de esa nada en que me estaba sumergiendo. Están construyendo un edifico a pocos metros, y se encargan de que todos nos enteremos. No los culpo por ello… siempre hay que construir en la monstruosa y misteriosa ciudad, y no son los obreros quienes lo deciden.

Por suerte para mis sentidos, también escucho el canto de algunos pájaros que todavía no encontraron un lugar mejor, más acorde a su esencia. Y si mi vista esta atenta también puedo verlos surcando el inmenso celeste, despreocupados o aterrados. Y así, entre inhalación y exhalación, entre relajado y meditativo, contemplo esta inconciliable mezcla de cemento y flores, motores y pájaros, gases contaminantes y aire fresco, de gran ciudad y naturaleza, donde ésta última pierde, triste y lentamente, cada vez más terreno.