miércoles, 24 de febrero de 2010

Particular en su especie

Yo estaba tranquilamente sentado, activo y pasivo a su vez, trabajando pero contemplando, tensando la red en su justa posición mientras respiraba ese aire matutino, sólo asimilable y apreciable en todo su esplendor cuando el Sol asoma en el horizonte. Y sí, el Sol asomando por el horizonte, dispersando su luz entre las partículas del agua, haces divergentes que llenan el espacio pero terminan siempre convergiendo en mis pupilas, encandilándome, ojos lagrimosos pero sonrisa conmovida. Y sí, qué imagen tan bella, tan placentera, y a su vez tan repetitiva y casi vulgar quizás porque no soy un buen poeta. Pero en mi caso, así era todas las mañanas: la repetición no era descuido de la luenga sino mero reflejo de una realidad que no me cansaba. Hace varios años ya que sucedía así, cuando el clima lo permitía (casi siempre lo hacía, él, solidario) y la rutina era tan simple como enriquecedora. Levantarse antes del alba lo que vale no es el día, el Sol está, no es de papel, es de verdad, frugal desayuno y hacerme a la mar y te quedás con tu rutina con mi velero y la caña y la red. Así sucedía, y algunas horas después del mediodía cambiaba mi trabajo en el mercado, o un rato antes cuando la buena racha, cuando anzuelos sabrosos, cuando pocos pescadores y muchos peces. Ése era mi salario, mi jornal, mi forma de “ganarme la vida”, que en realidad, si lo pensamos bien, “ganar la vida” no es más que ganarle al tiempo, porque decían, allí donde vivía yo, que al tiempo se le puede ganar. Claro, se le puede ganar en el mar. Como si la corriente fuese el tiempo (eso que nosotros llamamos tiempo) y remando ferozmente contra las olas el hombre pudiese remontar el potente océano, y con eso detener el avasallante apremio, lacerante conciencia de que hay una fuerza que empuja hacia delante y no puede retornarse, noción que hoy albergo firmemente y que mañana será sólo nostalgia, el tiempo la va a ensombrecer y difuminar sus contornos un dibujo destruído. Yo hablaba de ganarle al tiempo. Pobre ingenuo, o pobre sabio, según quién observe. La cuestión es que esas mañanas, yo creía ganarle al tiempo, creía ganar la vida, creía ser feliz. Sospechaba que el sentido podía encontrarse allí (había tenido esa sensación previamente, el fantasma tuyo, sobre todo) y por eso sonreía. Cuando todavía era de noche, y por incognoscibles designios de la casualidad yo ya estaba navegando, aprovechaba la ventaja que tenía sobre mis competidores (otros pescadores, simplemente, sanos competidores, casi camaradas) y anclaba en alta mar. Me zambullía en el agua salada, oscura y misteriosa que me recibía pueden venir cuantos quieran, serán tratados bien y me albergaba en su seno, mostrándome que de noche y en el agua, todas las ideas que yo creía tener sobre la física y la gravedad y la luz y el movimiento y la gramática eran patrañas. Que en el agua estaba el origen de la vida (creía haber leído algo así) un hada se miraba en el lago a la mañana y también, algo así como la fuente de la verdad. Entonces nadaba un rato, claro que ojos cerrados, tomando aire cada tanto, y mi cabeza dejaba un poco de pensar y se dejaba llevar por el cuerpo, que en realidad estaba siendo regido por el agua, y yo sentía el agua pero no la pensaba y tampoco me fijaba en mis movimientos, en lo ridículo o elegante que podía verme extendiendo los brazos hasta que se besen las caras dorsales de mis manos, luego abriéndolas formando una semi-circunferencia verdaderamente imperfecta, mientras mis piernas hacían otros movimientos estrafalarios e inexplicables que pretendían ayudarme en el impulso hacia ningún lugar. Al rato emergía, abría los ojos, y ondulaba horizontalmente sobre esa finísima capa de agua que reposa sobre el agua (agua sobre el agua), que es atravesable mediante cualquier punta filosa, pero que ahora me soportaba como una plancha de acero Ella quería volar junto al cisne hasta el mar. Y abría los ojos –todavía era de noche, fría y oscura noche- y miraba las estrellas, luceros imponentes que en esa densidad me parecían más bellas que nunca. Comprendía el orden que representaban, el equilibrio que signaba su presencia. Yo era sólo un pequeño puntito, insignificante en esa inmensidad que era el océano, que era sólo una pequeña porción de esa otra superficie interminable compuesta por muchos océanos y muchas tierras y para ella el Sol nunca volvió a brillar que a su vez conformaba una masa enorme con forma de pelota achatada en sus extremos, que giraba junto con otras pelotas alrededor de otra gran pelota amarilla y refulgente y más grande (que un día dejará de ser amarilla, porque va a explotar, dicen) y que todo este sistema fácilmente cronometrable y previsible en sus movimientos y hasta en sus catástrofes, era ínfimo comparado con los miles de sistemas y los millones de astros y las infinitas estrellas que veíamos en el cielo y tal vez esperé demasiado, quisiera que estuvieras aquí. Pelotas, anillos, sistemas, manchitas de luz en el cielo y yo rodeado de agua dándome cuenta que no era nada. Y todo eso pensaba, y muchas cosas más, y mucho menos también. Y volvía al barco, respirando límpido oxígeno, aspirando esas raras partículas que sólo se generan al amanecer, como diminutos panaderos que hacían picar un poco dentro de la nariz pero que no perturbaban. Y entonces amanecía. Y yo iría a trabajar esa mañana solamente muero los domingos, después cambiaría los pescados en la plaza, comería algo y me sentaría en la tranquilidad de la orilla, alejado del pueblo. Iba a tomar unos largos tragos de ese whisky barato (barato porque unas pocas botellas debían alcanzar para toda la semana), whisky que afluía las ideas pero deshilvanaba las palabras. También prendía el viejo pasa-casetes, y descansaba y escuchaba las músicas, y el whisky y las ideas y las letras se entremezclaban al recordar(te), y yo creía entender todo (aunque entender todo significase saberse nada) pero cada vez entendía menos, y otros tragos de whisky, y silencio y minutos e incluso horas, y todo se revolvía más, los recuerdos de ese día y de esos días, y la música y los tiempos verbales, y ya ni entendía si esa vida la había vivido esa misma mañana, o si había ocurrido en otros tiempos tiempos pasados remotos tiempos, y otro trago más la música que seguía sonando, tu imagen, las olas insistentes contra las rocas, y la letra seguía cantando y la otra letra seguía fluyendo y mezclando cantaban las furiosas bestias, libertad libertad los párpados que ya pesaban, pujaban como telones cuando el director decide el fin, y

__la música se iba desvaneciendo casi sin que yo lo notase, los recuerdos


________y el mar y las manchitas de luz llovían y

___se evaporaban hasta que por suerte vos


__________también te esfumabas


_____________y al fin me acercaba por un rato a la nada


_______que


__________es nada cuando ya


______no


____________hay



_____música

lunes, 15 de febrero de 2010

¿Dónde están?

Reencuentro infernal. Tan añorado como temido, necesitado pero forzado. Demasiado volitivo, poco espontáneo. Quizás así debía ser (quizás de otra forma no podría haber sido). Tal vez todo esto sea un error. Pero ya es.

De aquellas cataratas imponentes de ideas, que antes no encontraron lugar en el papel, apenas sobrevivieron lánguidos charcos, que en su ligereza sólo logran reflejar mi deprimente rostro actual, perdido y decepcionado con sí. Quise guardar todo aquello en la memoria, que puede ser el más estimulante de los archivos, pero también puede ser tremendamente frágil. Y así fue: esas pasadas futuras creaciones se evaporaron en su mismo camino al cielo, sin llegar nunca a diluvio o tormenta, ni siquiera persistente llovizna. Se negaron a sí mismas, y ahora sólo nostalgia, pantanosos fangos que pretendieron poder ser manantiales.

Se perdió mucho con esta amnesia. El exiliado jamás pudo volver a su patria (el pecho colapsado de titubeantes recuerdos y lacerantes auto-reproches), ni pudo ser feliz –un ratito si quiera- ese barbudo violero que recorría subtes y trenes, con su criolla cantándole al amor y a la miseria y él acompañando, buscando zapando, sin comprender muy bien qué era lo que buscaba, cantando zapando. Tampoco pudo concretar ese tipo cuarentón, que estaba por darse cuenta de lo absurdo que era todo. Esa mujer errante no pudo describir sus emociones, la oscuridad que ella había invadido pero que la había penetrado, la imponencia que con eso sintió, y todo lo que podía cambiar en la vida de una persona un fuego que ardiese en todo su esplendor, naranja amarillento que oscilaba con el viento en los kilómetros de negrura.

Éstas y tantas otras, aun nimias o intrascendentes para que el universo siga funcionando, historias que creyeron ser historias y no llegaron a ser, por dejadez o cobardía. Puede que algún otro les devuelva su corporeidad, que en la densa inminencia creyeron ser esenciales, pero nunca se concretaron. Pero puede que no, puede que se pierdan para siempre, y eso es lo que lo hace infernal.