lunes, 26 de abril de 2010

martes, 13 de abril de 2010

El café está más allá (Parte II)

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Marcos estaba a punto de salir de su casa, completamente desahuciado ante la carencia de cafeína en sus venas o ante la falta en su mañana del sublime acto de tomar café en la tranquilidad de la mañana. Fue entonces que lo inesperado ocurrió. Cediendo ante un inexplicable ataque de locura y desconsideración, el muchacho hizo la vista gorda ante su reloj, cerró su mente al futuro castigo, a las consecuencias del desatinado paso que estaba a punto de dar, y volvió a calentar el café, que había sido invadido por la frialdad otoñal del ambiente. Al sonar el perturbador pitido del microondas, retiró la taza con suma cautela y endulzó su brebaje con una precisión y una dedicación admirables, revolviendo luego con ferviente entusiasmo, realmente inmiscuido en la tarea, procurando logar una solución perfecta, el punto justo de azúcar y la incipiente espuma en su máximo esplendor. Puso en ese acto tal concentración que ni siquiera soslayó la cantidad de vueltas que cumplía el segundero del reloj, colgado pocos centímetros al costado del horno microondas. Preparó ese café con verdadera pasión, nadie puede negarlo.

Todavía perdido en el inextricable frenesí, Marcos transportó la taza hacia su cuarto, y se sentó sobre la silla que reposaba frente a la ventana. Entonces comenzó a beber, empinando la taza con cautela, mientras contemplaba el exterior, el ominoso gris del cielo que se mezclaba con la triste palidez de los edificios, algún extraviado pájaro que todavía cantaba y chisporroteaba entre las ramas, que poco a poco dejaban ir esas hojas que tanto esplendor habían sabido darles, pero que en su inevitable marrón amarillento ya sólo incrementaban la nostalgia del paisaje. Mientras se perdía en esta bruma, saboreaba las semillas tostadas que quemaban su lengua, encerraba cada sorbo en su boca imbuyéndose entero de ese pequeñísimo placer. El tiempo se detuvo para él, continuando su embriagador desayuno y diluyéndose en la melancólica escena, vagando sin rumbo entre recuerdos poco precisos que disparaba la percepción de sus ojos.

Podría haber permanecido en el letargo por incontables horas (el tiempo, de verdad, se había detenido) pero el zumbido altisonante de su teléfono celular lo devolvió al universo en que solía moverse. La pantalla mostraba el nombre del osado interruptor: Jefe Tronatti. No decía Pedro Tronatti, decía Jefe Tronatti. Marcos quería tener bien claras las jerarquías y las volcaba en su agenda electrónica, reforzándolas, casi orgulloso de su condición de empleado. Con la misma mirada, Marcos se percató de la hora que era. Cundió el pánico, su cuerpo entero se paralizó primero, y luego empezó a temblar frenéticamente, mientras las manos trataban de manipular el aparato, mientras su mente (nuevamente en blanco, pero en un blanco desesperante y aterrador) buscaba alguna manera de explicarse o explicarle lo que había sucedido. Comenzó a escuchar sus propias palpitaciones, los objetos se tornaban difusos, su garganta se endurecía y le ardía anudada por el miedo, la piel de todo su cuerpo empalideció y su presión arterial comenzaba a descender vigorosamente. De pronto, el sonido se detuvo. El silencio. Sus pies volvieron a posarse sobre suelo firme, su cerebro muy de a poco comenzó a procesar algo de información. Pero no hubo tiempo, ni de asimilar por completo la situación ni de elucubrar alguna explicación, alguna razón o alguna excusa.

En su cuarto, Marcos tenía una pequeña radio metálica, que pocas veces escuchaba, pero completaba con elegancia la decoración. Ésta solía hacer interferencia (incluso apagada) cuando otros aparatos electrónicos entraban en funcionamiento. Marcos lo sabía, y por eso, la aguda vibración que emitió la radio anunció la tragedia inevitable. En ese instante, una inmensidad de luces sin origen ni destino se encendieron en los ojos del desamparado hombre.

Cuando sonó el primer timbrado del recurrente teléfono, Marcos no lo soportó.


Después, la oscuridad.

El café está más allá (Parte I)

Para Marcos ésa era una mañana como cualquier otra. El despertador sonó puntualmente, como todos los pronósticos indicaban, y él se tomó una traviesa atribución -que estaba contemplada en el cronograma-, corriendo la aguja unos minutos hacia delante y robándole unos minutos a la vigilia, regocijándose con esa pequeña batalla ganada a los trajines futuros. Un rato después, el despertar fue inevitable y necesitó de la templada lluvia que, regulada a su antojo, rasguñó con cariño su espalda, penetró prolijamente por sus poros faciales y peinó hacia atrás su cabello, logrando finalmente reavivar sus cinco sentidos. Su abnegación tenía un límite y no volvió a la cama; comenzó el día con la clásica apatía, esa melancólica indiferencia que es entendible en cualquier ser humano.

Todavía Chronos estaba bajo su control: podía realizar todas y cada una de sus tareas matutinas sin poner en riesgo la puntualidad, que era exigida por los jefes bajo amenazas de reducciones salariales, pero que a su vez había logrado instalarse en su conciencia como algo completamente razonable, una regla que debía seguirse sin posible rechazo, porque así lo marcaba una fuerza incuestionable que algunos encasillaban como “moral”, porque el cumplir con las obligaciones era una muestra de su dignidad y respetabilidad como persona, o simplemente porque la costumbre lo dictaba y ésta no era interpelada con frecuencia ni mucho menos con facilidad. Marcos no corría riesgo, Marcos estaba tranquilo, Marcos preparó cuidadosamente un envidiable desayuno: el café recién hecho, su aroma invadiendo apaciblemente toda la cocina, el rojo ardiente de la tostadora endureciendo las rodajas de pan, para que éstas sean untables con más facilidad, y para que su textura cruja ruidosamente al ser mordida… las partículas deshaciéndose y pinchando suave y amigablemente contra el paladar, mientras la mermelada revoloteaba presurosa batiéndose en la boca entera, que se relamía y se saboreaba y estallaba de placer. Los ojos se cerraban como un acto reflejo, para que la atención pueda ser focalizada en esas glándulas que estaban captando los voluptuosos jugos de la fruta, y todo lo que ellos significaban.

Pero entonces Marcos derramó el café, toda la mesada y hasta las blancas paredes se tiñeron de un marrón amenazante. Con los ojos ya abiertos, refunfuño e insultó en voz alta, lamentó que su efímero momento de placer haya sido interrumpido por un descuido tan estúpido, y se entristeció al aceptar que su relajado desayuno (su refugio de paz en las ajetreadas mañanas de temporada alta) iba a ser reemplazado por una apurada velada, debido al tiempo que perdería con la inevitable limpieza. Eso hizo el muchacho: mojó un harapiento trapo en la pileta, y comenzó a fregar intensiva aunque velozmente la mesada y la blanca pintura (¡quién lo había mandado a decorar de blanco esa cocina!). Realizó una labor irreprochable, contempló sonriendo la renovada pulcritud del ambiente, observó temeroso el reloj y se encontró ante el indeseado dilema.

Ahora sí, después del exabrupto, su situación era complicada: para alcanzar el tren de las 7:58, debía salir dentro de nueve minutos, y considerando que todavía debía pasar por el baño, afeitarse, peinarse y lavarse los dientes, eso significaba no tomar su renovador café de la mañana. Volvió a lanzar su descontento contra el cielo, pero el techo de madera que se interponía entre ellos (Marcos y el cielo) pareciese haber rebotado los reproches, porque un súbito y fulminante descontento recorrió su cuerpo entero, y toda la responsabilidad de los acontecimientos cayó sobre su persona como una mochila llena de plomo: no podía culpar a nadie (o nada) por el derrame de su taza, él era el único, innegable y verdaderamente idiota culpable de lo sucedido. Marcos emprolijó su tez con desgano, masticando rabia, y finas lágrimas humedecieron sus pómulos mientras deslizaba las navajas sobre su incipiente barba, con una violencia muy desconsiderada hacia su belleza facial, si podía hablarse de tal.

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