lunes, 13 de diciembre de 2010

Retazos de un pasado a punto de ser futuro

El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida: sus contradicciones, sus búsquedas, sus desesperados anhelos, sus lacerantes angustias, sus sueños más atinadamente insensatos, sus memorias chamuscadas, sus delirios de grandeza y de torpeza, sus difuminados recuerdos, sus encolerizados odios y esos amores que cortaban en seco la respiración. Todo eso (y tal vez más, mucho más) en hojitas ya amarillas y desvencijadas, arrancadas algunas (el apuro y el frenesí del momento, la necesidad de escribir) y otras todavía incrustadas en esos anillados cuadernos que reposaron y se oxidaron y se olvidaron en los viejos cajones (polvorientos, nauseabundos), desde que la vida empezaba a ser vida, mientras esos sueños insensatos dejaban de ser sueños al tiempo que eran bajados de un hondazo al terreno de la sensatez. Y con ello, se perdía para siempre ese inexplicable placer, esos pelos de punta de tanto rascar ideas, y ese cosquilleo tibio y casi gracioso que en algún momento de la noche llega a sentir en sus intestinos el obstinado enemigo del mundo. Ése que, tras llegar al cosquilleo y a la sonrisa tímida, que siempre era mejor ocultar bajo la mascarilla del cinismo y el silencio inexpugnable (¿el mudo regocijo de la diferencia?), tras esos momentos de fugaz reconciliación –el solo hecho de objetivar los dolores en unos garabatos- apagaba la luz y cerraba los cuadernos y trataba de dormir un poco. Todo aquello se archivaba y el archivo se agrandaba y los cajones se llenaban, cada vez más sucios. Se ponían amarillentas las hojas, sus puntas dobladas, la tinta corrida HASTA QUE el hombre un día las destruye y las deshace y las corta (y se destruye y se deshace y se corta y cercena de sí toda una gran parte que tal vez sea la mejor o tal vez sea la peor pero que era en definitiva –y eso nadie puede dudarlo- un componente esencial). ¡Pero! No lo quema, no enciende ni una chispa que podría haberlo desaparecido todo de un plumazo, plumazo incandescente. Lo arroja al viento y del viento al pasado y a unas excusas fáciles o a la burda y autoimpuesta amnesia “eran sólo vestigios de una adolescencia tumultuosa”… pero el viento es sabio y el pasado es pasado pero siendo el tiempo lineal el pasado jamás se evapora. Los fragmentos amarillos (esos recovecos donde antaño el hombre encontraba refugio para vomitar, y deshacerse en temores y deseos, y rehacerse en otras historias, volviéndose un poco más humano) se dispersan, se entremezclan y se confunden en una hoguera que afortunadamente está apagada. Se entremezclan y se confunden los fragmentos de los cuadernos “y así se entremezcla y se confunde la personalidad de ese hombre que está muy confundido y dubitativo y desconcertado en este momento y por eso recurre al pasado –recortado, disperso- y se inventa un futuro”, se oye decir a una voz remota, consejo o psicoanalista o la propia conciencia. Los fragmentos no quemados y dispersados sedimentan de una vez. Reina entonces el silencio (¡por fin!) y puede sentirse el tic-tac del reloj que contabiliza y ratifica y recuerda la desesperanzada magnitud de nuestro desencuentro, y se siente también el tibio latido, el corazón que palpita maniatado en su caparazón osioso. El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida. Entonces los quemará tristemente (le habrá llegado la hora, finalmente), llenando el aire con la ceniza de ese mundo que parecía indestructible, escape para las noches de insomnio, testimonio vívido de los choques entre el corazón y la mente, y que pasará a permanecer con suerte en algún polvoriento recuerdo que azarosamente acudirá del subconsciente sin ser llamado. Pero tal vez el hombre jamás los queme, tal vez los recoja, pedacito a pedacito, y haga con ellos algo grande, tal vez de cuenta de su propia historia (casi sin darse cuenta) pegando los fragmentos como en un gran rompecabezas que siempre estará incompleto, pues el ser humano es y será siempre irremisiblemente contradictorio.