martes, 13 de abril de 2010

El café está más allá (Parte II)

...

Marcos estaba a punto de salir de su casa, completamente desahuciado ante la carencia de cafeína en sus venas o ante la falta en su mañana del sublime acto de tomar café en la tranquilidad de la mañana. Fue entonces que lo inesperado ocurrió. Cediendo ante un inexplicable ataque de locura y desconsideración, el muchacho hizo la vista gorda ante su reloj, cerró su mente al futuro castigo, a las consecuencias del desatinado paso que estaba a punto de dar, y volvió a calentar el café, que había sido invadido por la frialdad otoñal del ambiente. Al sonar el perturbador pitido del microondas, retiró la taza con suma cautela y endulzó su brebaje con una precisión y una dedicación admirables, revolviendo luego con ferviente entusiasmo, realmente inmiscuido en la tarea, procurando logar una solución perfecta, el punto justo de azúcar y la incipiente espuma en su máximo esplendor. Puso en ese acto tal concentración que ni siquiera soslayó la cantidad de vueltas que cumplía el segundero del reloj, colgado pocos centímetros al costado del horno microondas. Preparó ese café con verdadera pasión, nadie puede negarlo.

Todavía perdido en el inextricable frenesí, Marcos transportó la taza hacia su cuarto, y se sentó sobre la silla que reposaba frente a la ventana. Entonces comenzó a beber, empinando la taza con cautela, mientras contemplaba el exterior, el ominoso gris del cielo que se mezclaba con la triste palidez de los edificios, algún extraviado pájaro que todavía cantaba y chisporroteaba entre las ramas, que poco a poco dejaban ir esas hojas que tanto esplendor habían sabido darles, pero que en su inevitable marrón amarillento ya sólo incrementaban la nostalgia del paisaje. Mientras se perdía en esta bruma, saboreaba las semillas tostadas que quemaban su lengua, encerraba cada sorbo en su boca imbuyéndose entero de ese pequeñísimo placer. El tiempo se detuvo para él, continuando su embriagador desayuno y diluyéndose en la melancólica escena, vagando sin rumbo entre recuerdos poco precisos que disparaba la percepción de sus ojos.

Podría haber permanecido en el letargo por incontables horas (el tiempo, de verdad, se había detenido) pero el zumbido altisonante de su teléfono celular lo devolvió al universo en que solía moverse. La pantalla mostraba el nombre del osado interruptor: Jefe Tronatti. No decía Pedro Tronatti, decía Jefe Tronatti. Marcos quería tener bien claras las jerarquías y las volcaba en su agenda electrónica, reforzándolas, casi orgulloso de su condición de empleado. Con la misma mirada, Marcos se percató de la hora que era. Cundió el pánico, su cuerpo entero se paralizó primero, y luego empezó a temblar frenéticamente, mientras las manos trataban de manipular el aparato, mientras su mente (nuevamente en blanco, pero en un blanco desesperante y aterrador) buscaba alguna manera de explicarse o explicarle lo que había sucedido. Comenzó a escuchar sus propias palpitaciones, los objetos se tornaban difusos, su garganta se endurecía y le ardía anudada por el miedo, la piel de todo su cuerpo empalideció y su presión arterial comenzaba a descender vigorosamente. De pronto, el sonido se detuvo. El silencio. Sus pies volvieron a posarse sobre suelo firme, su cerebro muy de a poco comenzó a procesar algo de información. Pero no hubo tiempo, ni de asimilar por completo la situación ni de elucubrar alguna explicación, alguna razón o alguna excusa.

En su cuarto, Marcos tenía una pequeña radio metálica, que pocas veces escuchaba, pero completaba con elegancia la decoración. Ésta solía hacer interferencia (incluso apagada) cuando otros aparatos electrónicos entraban en funcionamiento. Marcos lo sabía, y por eso, la aguda vibración que emitió la radio anunció la tragedia inevitable. En ese instante, una inmensidad de luces sin origen ni destino se encendieron en los ojos del desamparado hombre.

Cuando sonó el primer timbrado del recurrente teléfono, Marcos no lo soportó.


Después, la oscuridad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario