martes, 29 de diciembre de 2009

Nuevos viejos aromas

¿Cómo puede ser que un olor, aun vulgar y casi imperceptible, pueda transportarnos hacia los más remotos parajes de nuestra memoria? Y con eso, recrear imágenes, profundas sensaciones, viejos y oxidados deseos.

Y todo por percibir la suave brisa de Diciembre, que rezumaba libertad.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Desencuentro memorial

En algún momento dudé haberlo visto. Ahora estoy casi seguro que lo hice, tengo que haberlo hecho. Cuando lo vi, no le di importancia, jamás imaginé que se trataba de aquel ser. La rapidísima y soslayante mirada, que bien podría haberse posado en una baldosa o una lata de conserva, no fue suficientemente prolongada ni intensa como para asimilar lo que estaba mirando. En milésimas de segundo, abrumado por el calor y el apuro, mi conciencia dijo que no tenía por qué estar allí y que sólo eran fantasías. Repito, y no exagero, que esto sucedió en un instante: la cadena de deducciones casi ni fue pensada, fue instintiva, y rápidamente archivada. No le presté ninguna atención.

Pero luego, notablemente, el recuerdo pudo recrearse. Cierto que rodeado de sombra, fuera del espacio y del tiempo, pero aparece. Y por eso tiene que haber sucedido. Y esto lo supe cuando, horas después, me enteré por un tercero que el personaje me había visto y que (supuestamente) no sólo yo no quería verlo, sino que los nervios y la angustia me devoraban, como si él fuese alguna encarnación del demonio, o de un pasado aterrador y ocultado. Esa fue la versión de quién, es cierto, hace años no veía y cuyas relaciones con allegados míos se habían visto rodeadas de cierto misterio, de una suerte de incongruencia que ocultaba pasiones, demencias, odios. Nada más, nada menos. De haberlo reconocido, lo hubiese saludado cordialmente, le hubiese preguntado brevemente por sus asuntos, me hubiese despedido. Claro que esto no sucedió.

Parece insignificante este suceso, seguramente lo sea, y también es posible que no se entienda demasiado lo que aconteció. Haré un intento por recapitular, claro que sin superar el límite que los mismos acontecimientos me imponen: Dos personajes. Éste a quien me refiero, y yo. Estuvimos en el mismo sitio, a la misma hora, un sitio repleto de gente, símbolo de la despersonificación más absoluta. Yo apenas lo divisé, sin prestarle atención ni reconocerlo, sin asimilar su presencia. El otro personaje me vio. Atribuyó mi transpiración (debida al apuro, la humedad, el abrigo) a un intrincado e inexistente complot y omisión voluntaria de su persona.

Y de esta desafortunada confusión, una inenarrable sucesión de acontecimientos caóticos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Fragmentos II

Fragmentos



¿Cuánto hace que escribí esto?

Me está preocupando (un poco) el acordarme cosas, situaciones, diálogos, decisiones y no saber si realmente* ocurrieron, o bien si fueron soñados, deseados, imaginados. Muchas veces se trata de trivialidades, es cierto, que en la oscuridad y la neblina de su intrascendencia no logran constituirse en firmes e innegables fragmentos de realidad. Algunas veces, algún hecho concreto sucede posteriormente, claro que en los momentos en que mi conciencia es aguda y estable, demostrándome que aquél borroso suceso del que yo dudaba, efectivamente había ocurrido, o bien cerciorándome de lo contrario: ese pequeño diálogo, esa gris certeza, ese imperceptible reproche o lo que sea el recuerdo, había sido sólo parte de un sueño. Otras veces, este hecho concreto no se presenta, y la duda sobre la veracidad de lo sucedido (de lo recordado, más precisamente) me acompaña un tiempo, sin llegar a perturbarme, hasta que me olvido de aquello. Seguramente reemplazado por una nueva duda, una renovada falta de certeza.



* descontando lo ambiguo de este concepto.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Recuerdo escurridizo de una sospechada posible verdad

Ésa era una de las tantas escenas que faltaba en aquel teatro en que a veces se convertía mi vida. Como todas, la ignoré, traté de olvidarla. O mejor dicho, traté de no intentar recordarla. Al principio creía que no iba a lograrlo: había algo en ese hueco de mi memoria que exigía ser descubierto, y constantemente presionaba en mí para que salga en su búsqueda… podía ser un misterio, de hecho lo era. Pero también podía ser una verdad, una gran verdad, de esas que tuercen rumbos, descubren velos, y despiertan ferozmente la tormenta de los abismos, o bien apaciguan las aguas hasta poder caminar sobre ellas, contagiando su armonía. Y ese era mi miedo inconsciente: perderme de esa verdad, en estos tiempos en que tanto faltan, dónde no podemos soslayar ni siquiera reflejos de ellas, estos tiempos en que necesitamos al menos sospechar que, en el paraje más remoto, podemos toparnos con un borroso y dubitativo acercamiento a la verdad. Pero como decía antes, mi ser era requerido en toda su extensión por más terrenales y (supuestamente) urgentes asuntos, y no podía perder mis energías ahondando en esos escabrosos recuerdos en donde un algo abstracto e inexplicable me inducía a creer que podía encontrar ese fragmento perdido de lo concreto, de lo existente, de lo verdadero. Así fue que abandoné, sin haber empezado, esa búsqueda.

Pero, inesperadamente, meses después sucedió algo que me hizo retomar la búsqueda, sin mayor certeza pero con renovada ilusión. Y es que sin desearlo, mientras mi cabeza se ocupada de otras cuestiones, vino a mi mente una escena, verdaderamente intensa, pero oscura, pantanosa, incoherente, indescifrable. No era una escena propiamente dicha: eran fragmentos, dispersos, que no seguían una cronología clara, y que bien podrían haber resultado de una artimaña de mi inconsciente, ser extractos de un sueño ya soñado o reconstrucciones de una historia escuchada en mis primeros años. No lo sabía, pero quizás por esa intuición -difícil de describir con palabras- que es la que nos lleva a acercarnos a la vida, a los tropezones y tanteando en la oscuridad… quizás por ello fue que asocié este caleidoscopio de imágenes aparentemente inconexas con esa escena que faltaba, con esa noche, de ese verano, en ese pueblo de los valles, que era una de las tantas que faltaban, pero una particularmente especial.

Confieso que fue difícil para mí asimilar esas imágenes, tratar de darles un sentido, clarificar y comprender lo que proyectaba mi volátil cerebro. Más difícil aún es transcribirlo en palabras. A duras penas puedo decir que no estaba solo, que era muy tarde (en algún momento vislumbré el incipiente crepúsculo) y que estaba en el lugar más alto en que me podía encontrar, respirando profundamente y observando las poco iluminadas viviendas y las calles que ya estaban casi desiertas, ahí abajo. Había cerca, en la cima de dónde me encontraba (y que seguro sería una colina o un pequeño cerro), una choza de adobe y paja, de la que tampoco puedo recordar muchos detalles. Me encontraba, además, sobre un camino, un camino de pequeñas y redondas pierdas, grises, que contrastaban con la tierra seca de la superficie, indicando la dirección a seguir, para no perderse. Y creo que eso es todo. No pude concluir demasiado, pero un fuego iluminó tenuemente mi recuerdo vacío, avivó mis esperanzas y ahora, irremediablemente, tengo que seguir buscando.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Reflexiones inconexas de una tarde relajada

No voy a decir que sienta una plenitud inmensa, una extasiada felicidad. No, no es saludable exagerar, ni ante mí ni ante nadie. Simplemente estoy cómodamente sentado, con mis pies estirados tostándose al Sol y mi cabeza respirando un poco de sombra, en un perdido balcón de la gran ciudad. Y mientras interrumpo la lectura de la novela que supo ganarse mi atención hace unos minutos, respiro hondo, saboreo el aire que parece más limpio que el de unos metros más abajo, y pienso que por un breve lapso de tiempo estoy teniendo paz.

En los balcones de enfrente, un pintor hace su trabajo con fervor, blanqueando los marcos de esa ventana mientras se codea con el abismo que marca ese octavo piso. La señora cuelga las húmedas ropas en aquella otra terraza, rodeada de macetas cuyas incipientes flores pronto tendrán mucho que decir a quien desee interpelarlas. Es que estamos a fines de Agosto, y particularmente hoy, la cercanía de la primavera es notable, claramente perceptible. Sin frío ni demasiado calor, con un Sol radiante sólo perturbado por aisladísimas nubes, que debieron haber nacido hace muy poco. Cierro los ojos ahora, y siento placer en la tranquilidad, mi cuerpo se siente a gusto. Me gustaría prolongar este momento… prolongarlo un largo rato, descansar, dormir unos minutos quizás… dejar de escribir, dejar de pensar…

Se oyen ruidos de autos y motos, frenadas desesperadas y aceleradas casi soberbias. También se oyen sierras eléctricas que corroen seguro algún pedazo de madera o de metal, un martillo incansable marcándole el ritmo a quien debería regirlo. Muchos otros ruidos también me llegan y me sacan de esa nada en que me estaba sumergiendo. Están construyendo un edifico a pocos metros, y se encargan de que todos nos enteremos. No los culpo por ello… siempre hay que construir en la monstruosa y misteriosa ciudad, y no son los obreros quienes lo deciden.

Por suerte para mis sentidos, también escucho el canto de algunos pájaros que todavía no encontraron un lugar mejor, más acorde a su esencia. Y si mi vista esta atenta también puedo verlos surcando el inmenso celeste, despreocupados o aterrados. Y así, entre inhalación y exhalación, entre relajado y meditativo, contemplo esta inconciliable mezcla de cemento y flores, motores y pájaros, gases contaminantes y aire fresco, de gran ciudad y naturaleza, donde ésta última pierde, triste y lentamente, cada vez más terreno.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Abro los ojos en los mares

Abro los ojos. Mis pestañas chocan incesantemente contra mis cejas y por eso es que veo, porque antes, ojos cerrados, pestañas sobre el borde superior del pómulo, incansables… antes no veía nada. Poco a poco me acostumbro, la luz se refleja en los objetos, de allí a mi cerebro, y esto ya no me perturba como hace instantes, cuando apenas despertaba de allí donde me encontraba. Y ahora puedo tranquilamente observar. Puedo ver la playa. La arena extremadamente blanca, tan blanca que podría pasar por nieve, nieve derretida, sofocada ante los efectos del ya caluroso crepúsculo, que amanece sobre las aguas y la arena y los árboles. …. Amanece sobre las aguas, entonces será Atlántico. Si es América, es Atlántico. Sí, estoy en América... pero no es Atlántico, es Pacífico. Es paz, y es luz. Y con las nubes del horizonte, la luz se torna violeta. Violeta, fucsia, anaranjado, en fondo azul grisáceo, con manchas brumosas que se curvan dando formas informes, y que al fin y al cabo sólo son agua. Regocijo de los sentidos, estremecimiento. … ¡Pero! Si es América, y si esa laguna inmensa es Pacífico, entonces no amanece. Entonces oscurece. Es crepúsculo, sí, pero anochece. La fiesta empieza, no termina. No terminará hasta no ser Atlántico: Agua aquí, agua allá. El astro que más grande vemos se fue por el agua, y, casi mágicamente, también volverá a aparecer por el agua. … Hace calor. Agradable calor. Festivo el calor. Palmeras con cocos y frutos, flores silvestres, transparencia en el agua. Crepúsculo, música, coloridas luces que se mezclan en el aire y en mis pupilas. Fuego, crepitante y ardiente y misterioso. … Las máscaras, enmascarando, escondiendo, preservando, reservando. ¿Para qué? Para vos, para mí, para el ocaso. Qué ocaso maravilloso. … Será que Dios existe. Pero no en las Iglesias ¡No! Aquello es pura ilusión, puro deseo, pura necesidad. Dios existe acá, con vos y conmigo… ¿Qué es Dios sino? Nunca me dieron respuesta convincente. Dios es arena, es mar, es calor, crepúsculo ardiente lleno de gozo y misterio. … Dios es Dionisio, Apolo engaña, Apolo miente. Apolo es funcional, y no a mí ni a vos. apolo es un dios con minúscula, irrelevante, mitológico, inexistente. Olvidemos a apolo. Dionisio es real, recibámoslo. … Con el vino, con las máscaras, las virtudes y las pasiones que se esconden, para mostrarse más tarde, cuando el Sol y su reflejo desaparezcan completamente, y las estrellas brillen pero no iluminen, y la Luna invisible, Nueva como debe ser en noches de máscaras, de disfraces, de bailes, y de incertidumbres. Ya llegará el tiempo del Sol por la otra laguna, el tiempo del celeste y de la luz, de encandilarse desconcertado y de saber qué ocurrió… Que ocurrirá, pues el sol recién cae y todo se oscurece lentamente. Bendita la noche, lista para desenmascarar, inconscientemente investigar, develar los misterios y crear otros nuevos… mientras la música y los tambores y las luces confusas y el fuego y las estrellas y el vino… El Sol luego nos contará, o enterrará las historias.

sábado, 17 de octubre de 2009

Occidental, moderno y cristiano

Madurar no es dejar los juegos de niños, volverse más serio y prolijo, sentar cabeza y andar por la vida con más precauciones. Madurar es descubrir lo que uno es e intentar acercarse lo máximo posible a esa esencia. Por eso un joven y despreocupado viajero, aferrado a nada, puede ser mucho más maduro que un respetable señor, con sus negocios, sus propiedades, su familia ejemplar y sus pastillas para dormir.

lunes, 5 de octubre de 2009

Resistir, morir, dignificar. Salvar.

El que se planta firmemente ante la muerte, ante la desdicha, ante la pérdida más absoluta.
El torturado que no confiesa. El perseguido que no se esconde. El acorralado que no se cree vencido, que no se resigna. El ya vencido que no se arrodilla.
El condenado a muerte, que no muere todavía.
El que lo sabe, pero no lo demuestra. El que la acepta, pero no le teme.
El que mira fijo a los ojos del verdugo, sin parpadear. Se ubica sin vacilar sobre el cadalso. Palpita, pero no se inmuta. Late, pero no llora.
Vence.

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Él, que sabe lo que le espera, sigue su rumbo, porque así lo eligió.

No te vayas, no nos dejes. Quedate. Todavía te faltan cosas… “Cosas”, qué cosas. Vos sabés lo que resta todavía, lo mucho que.. Lo que viene es más importante que todo lo que falta. Y es necesario. Nunca es ella necesaria. Sí lo es, no existiría sino. Pero no todavía.. por favor, no todavía... pensá en nosotros...

Creéme que es lo mejor para todos. Dar marcha atrás sería una derrota.

Huele los robles y se siente en paz. Mira al cielo, y huele también la lluvia que se aproxima, aunque todavía el Sol ilumine el pequeño bosque que circunda al edificio. Siempre tuvo buen olfato… lo que no tuvo de vista, lo tuvo de olfato. Lo tiene, todavía lo tiene. Y también lo tiene de tacto. La madera bajo sus pies descalzos, casi marchitos, tiene muchos años… deberían cambiarla. Alguno puede pensar que se le quita dignidad. Pero no es así, y por suerte, él lo sabe, dignamente.

Mirá tus pies, sobre esa carcomida madera. Vos deberías estar sobre una alfombra roja. Y bien acicalado, sonriente, y con más años, muchos más. Sonrío, si eso es lo que te hace feliz. Lo de la madera sabés que no es relevante. Es madera, tarde o temprano va a desaparecer. Lo mismo que la alfombra roja. No te vayas…

Ellas dos, mellizas, se juntan. La mayor casi la duplica en altura, pero ahora son una misma línea, inevitablemente recta. Y apunta para arriba, con lo que eso indica. El Sol, en el cenit. En pocos lugares puede darse tal situación: pocos condenados pueden partir con aquél justo sobre sus cabezas, en el punto más alto. Y gracias a ello (precisamente por ello, aunque a veces la causalidad pareciera invertirse), las mellizas se juntan, y dan la señal. Pocos espectadores, en silencio. Ominoso, expectante, el silencio. El sicario (porque eso es lo que es) cumple lo que cree es un deber. Sin preguntarse demasiado, no quiere ni pensarlo. Simplemente lo hace.

La lluvia sorprende. “Qué sorpresa, hace unos minutos había Sol”, comenta el reducido grupo de cínicos o curiosos. Y se alejan, y se resguardan. Sólo queda una mujer en el predio, mordiendo el pasto, llorando desconsoladamente, su alma deshaciéndose. Y el niño en sus brazos, que no entiende pero sí presiente, la imita.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Búsqueda s

Lo voy a plantear de un modo esquemático y simplificador: son dos búsquedas, que a veces resultan teóricamente inconciliables, pero que es menester unir, es necesario hacer una de ambas. Y no solamente en la teoría, sino (principalmente) en la práctica. Me refiero, por un lado, a esa búsqueda interior y personal, búsqueda de felicidad y plenitud, de tratar de aprovechar este tiempo en el que sabemos existimos, y que también sabemos se va a acabar, ya sea hacia la nada o hacia otro cuerpo o hacia aquel cielo, o hacia cualquier trascendente etapa de la cual nunca vamos a saber algo realmente cierto hasta morir. Es el anhelo de que, justamente al llegar ese incierto corte, podamos decir, con una sonrisa melancólica pero satisfecha, que estuvimos vivos. Esta búsqueda, pensada aisladamente, puede parecer rodeada de cierto egoísmo. Los más dogmáticos dirán que es reaccionaria, que es conservadora. Sin llegar a tal extremo, creo que es necesario juntar aquélla con otra, que a primera vista parece completamente distinta. Me refiero a esa búsqueda de carácter más social, que no tiene que ver estrictamente con uno sino con todos. La búsqueda de esa justicia donde haya real igualdad de oportunidades, o al menos la búsqueda de algo mejor a lo que vemos todos los días a lo largo del mundo (ya sea en vivo, por imágenes, por escrito, o por cualquier método que nos entere –realmente- cómo se están desenvolviendo los asuntos de la humanidad). Buscar que todos tengan la posibilidad, al menos la chance de elegir, dedicarse a la primera búsqueda a que me refiero, y no la obligación material de pasar el mayor (llamativamente mayor) porcentaje de sus días y sus vidas dedicados a proveerse la subsistencia, es decir, simplemente a trabajar más de 10 horas diarias para cumplir los requisitos, ya sea aquellos relativos al sustento necesario o al consumo banal impuesto desde afuera. Y esto, claramente, excluyendo a aquellos que no superan el año de vida por no comer casi nunca, que se arrastran por cuanto suburbio exista alrededor del globo mendigando migajas, que mueren en centros de salud improvisados buscando curarse de cualquier enfermedad o tratando de evitar traer más vida (miserable vida) a la Tierra, y un larguísimo etcétera en el que no es necesario entrar en detalles para dar cuenta de la miseria, que existe, es real, y no es culpa de los miserables, como mucha gente ingenua o perversamente cree. O, mejor dicho, sí lo es, pero estos otros miserables creadores de miseria no la sufren en carne propia.

No tengo la respuesta final, la solución. Es decir, en esta hemorragia de ideas y pensamientos planteo dos búsquedas que considero loables y esperables de llevar a cabo. Todavía no sé, en la práctica, en el mundo de lo concreto, cómo llevar adelante estas dos. Supongo que es cuestión de tiempo, de incansable búsqueda, de constantes intentos. De golpearse, caerse, levantarse y seguir caminando tambaleante, sabiendo que nos volveremos a caer, y a levantar.

lunes, 14 de septiembre de 2009

De-cisión


La vida es un enmarañado entramado de posibilidades, elecciones, azares y resultados. Por cada camino que se decide tomar, miles quedan intransitados, misteriosos, insondables. Tal es la gracia y, a su vez, la desgracia.




*Las imágenes son sacadas de Google. Si violo algún copyright, infórmeseme.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Caminar

Las calles están desiertas. Igual que ayer, igual que la semana pasada, igual que siempre. Igual, siempre igual. Y claro, es perfectamente lógico que las calles estén desiertas. La gente trabaja, estudia, tiene obligaciones, che. Y sí, pasadas las tres de la mañana la gente duerme, descansa, sueña, se atormenta. Es así cómo sucede. Los más atrevidos aún permanecen con los televisores prendidos o los libros abiertos, mirando atentamente, leyendo con avidez, o tal vez pensando en quién sabe qué delirios o preocupaciones que ahuyentan al deseado y necesitado sueño. Quizás por temor no salen a la calle, como si hace él. Quizás por rutina. No lo hacen, y por eso es que, justamente, las calles están desiertas.

Hace ya muchos años que el caminante pasea las calles, todos los días, salvo los viernes y sábados, y las vísperas de algún feriado perdido, días estos en que sí se ven personas por la calle. Pero no precisamente aquéllas del agrado del caminante. En esos funestos días, el caminante pasea por su departamento, recorre esquivando obstáculos esos escasos metros de los que se cansa rápidamente, y se somete a la difícil tarea de procurar dormirse, intentando no pensar en los invasores que en esos momentos vagabundean y disfrutan o sufren las calles, sus calles. Mal que mal, no puede hacer nada para evitarlo.

Así es que, con suerte, el caminante sale cinco noches por semana a sus misteriosos paseos. A veces oye sonidos lejanos, risas generalmente, tal vez gritos y algún que otro doloroso llanto. Suele intrigarse, imaginarlos. Pero son lo suficientemente lejanos como para que el paso por su conciencia sea muy fugaz. También oye vehículos que retumban, sus motores zumbando o sus gomas chirriando al contactar el frío asfalto. Imagina sus altas velocidades o sus repentinas frenadas, intuye la adrenalina de quienes se mueven a más de ciento ochenta kilómetros por hora. Presiente el peligro… luego, le resulta muy entendible que pocos minutos después del estruendoso golpe, las sirenas surquen velozmente la ciudad. Ambulancias, bomberos, policías. Todos se apresuran a la cita, ya sea por deber o vocación, mientras él escucha y lo presiente todo.

Pero estos acontecimientos suceden siempre lejos, perdiéndose en un horizonte invisible. Las calles de su barrio (sus calles) están siempre desiertas. Nunca se ven autos ni bicicletas, ancianos ni jóvenes. Hasta los balcones están vacíos (incluso en verano), las luces apagadas, o bien las persianas bajas. Pareciese como si quienes allí viven intuyesen su presencia, y a causa de un inexplicable temor o un impalpable designio, huyesen de su presencia y de su mirada, de su olfato y de su oído. Porque ni un leve suspiro se escucha cuando él camina.

A veces, sí se encuentra con insectos. Ellos no le temen, o bien no lo notan, o no tienen dónde esconderse. De noche, la ciudad se llena de cucarachas, que revolotean en las veredas, se esconden en los autos y en las alcantarillas, se mueven furtivamente, se alimentan con lo que encuentran. Quizás el día sea demasiado hostil para ellas. Es miserable su existencia. Sólo puede exceptuarse que, según se dice, son ellas quienes sobrevivirán a los efectos devastadores de la bomba atómica que quizás explote en la próxima guerra. O quizás no. En fin… el caminante ignora sus quehaceres, como si se tratase de un pacto tácito de mutua convivencia –porque ellas, cordiales, tampoco lo molestan-.

Algunas pocas y afortunadas noches, algún cachorro desamparado se cruza en su camino. Él añora de veras estos momentos. Sin palabras (pues claro, los perros no hablan) sólo con caricias y miradas (¿alguien puede saber, a ciencia cierta, que los animales no comprendan las miradas?) el hombre y el animal vencen por pocos minutos la soledad, se consuelan, se animan, prosiguiendo luego sus fatales o inciertos destinos.

La soledad. A simple vista, parecería que el caminante es un asiduo amante de la soledad, un viejo autista, ermitaño renuente del trato humano. Pero no es así. El caminante es joven y detesta la soledad. El problema radica en que es muy selectivo para con sus compañías. La mayoría de la gente no le gusta (tampoco le agrada él a ellos) y su presencia no sólo mantendría la soledad en su nivel frecuente, sino que además acrecentaría su furia, su malestar. Sabia decisión, entonces, prefiere no verlos. Pero él sale todas las noches, buscando terminar con su soledad, buscando ese lugar o esa persona o ese algo que le de un vuelco a su vida, que lo sacuda intensamente, que culmine o al menos mengüe sus pesares. Y todavía no lo encuentra, no se da cuenta.

Yo lo observo, noche tras noche, esperando que se dé cuenta, porque no puede verme (y así es cómo debe de ser, así es cómo será). Espero que me perciba o que me intuya, que me sienta, al menos que añore mi presencia o mi existencia, para finalmente poder encontrarme. Para que no tenga que seguir caminando hasta el día de su muerte.

jueves, 20 de agosto de 2009

Desmoldando

Podría haber sido la costumbre, el miedo, la cobardía, la ingenuidad o la mera ignorancia. También, podría haber sido un conjunto de varias razones o, incluso, podría no haber razón alguna. El hecho es que nuestro personaje había nacido en ese ambiente, rodeado por esas cuatro paredes, y allí mismo había crecido y educádose. Allí había aprendido lo que era la vida (lo que creía que era la vida) y allí estaba viviendo. La firmeza de esas paredes, o mejor dicho la certeza de que esa firmeza era tal, era lo suficientemente fuerte como para obstruir a cualquier pensamiento que osare aventurarse fuera de ellas. Así, fuera de las paredes se encontraba la nada misma, la falta absoluta de realidades espacio-temporales, la inexistencia total.

Por momentos, las paredes proporcionaban una calma, una contención y una seguridad dignas de envidia. La vida allí no presentaba grandes dificultades, ya que todo era bien predecible dentro de los divinos límites, esas cuatro paredes que estaban ahí, y religiosamente era imposible atravesar. Esas paredes, a veces, eran verdaderamente interesantes. Nuestro personaje se sentaba, o se acostaba quizás, y se dedicaba exclusivamente a la contemplación de ellas cuatro. Estaban perfectamente decoradas, y no sólo por manos contemporáneas, sino que a lo largo de los siglos, generaciones y generaciones, culturas y culturas, habían dejado impresos en ellas sus legados a la posteridad. Más allá de los detalles arquitectónicos, llamaban mucho la atención las pinturas. Coloridas unas, tétricas y oscuras otras, todas seguían un patrón común: En todas y cada una de las pinturas se podía observar alguna de las paredes, o alguna de las implicancias que estas tenían. Todas las pinturas mostraban vida, vida dentro de las paredes, a lo largo de miles y miles de años.

Una tarde, mientras nuestro personaje estaba sumido en estas actividades contemplativas, comenzó a sentir una sed inmensa. Nunca antes había tenido tanta sed. Entonces, se paró rápidamente y fue en busca de agua, fue en busca del líquido de la vida y bebió, litros y litros, durante horas, pero su sed seguía allí, firme e inamovible, como una pared. Entonces, tras unos momentos de angustia total, cayó en la cuenta de que su sed no era normal, no se trataba de una simple necesidad fisiológica de su organismo, sino que era una sed más importante, profunda y vital, trascendental para el resto de su existencia. Tenía sed de ser, de existir plenamente y, claramente, esa sed no se apacigua con agua. Pero inmediatamente, sin meditación consciente ni causalidad alguna, supo como aplacar esa sed y, al mismo tiempo, dejar su legado en las paredes, la marca de su vida y de su tiempo que, además, podía cambiar el curso de esas paredes y de las vidas inmersas en ellas (de algunas vidas, al menos) por el resto de la eternidad.

Así fue que nuestro personaje se puso a pintar. La pintura no necesitaba de grandes detalles ni proezas con el pincel para cumplir con su propósito, y sin embargo él pintó durante horas, logrando una obra excelente, poniendo en evidencia su gran capacidad, su esencia artística. Al finalizar, la miró por unos minutos. Miró la ventana que acababa de pintar en la pared. Los marcos parecían ser reales, de madera recién pulida, reluciente. Las cortinas eran blancas y abundantes, aunque dejaban entrever el fuego que ardía del otro lado, el fuego más intenso jamás observado en esa habitación, en esas paredes, y en esa vida. Entonces, con la obra terminada y muy satisfecho con su acción, nuestro personaje abrió la ventana y salió hacia el fuego, hacia lo desconocido, hacia el misterio y la verdadera vida, hacia la plena existencia. Se fue para nunca más volver, mientras sentía como su sed se tranquilizaba poco a poco.

lunes, 17 de agosto de 2009

Escape o final

Tengo esta sensación desde que estoy en el hospital. Y en realidad esto no aporta casi ninguna información nueva, porque no recuerdo hace cuanto que estoy acá. Es lógico, por eso, que tampoco recuerde cómo eran las cosas antes.

Si quisiera embellecer (o, más bien, decorar horrorosamente) el relato, te diría ahora que la habitación es mugrosa, fétida, que hace un calor infernal y qué se yo cuantas minuciosidades más. Pero la verdad es que no le presto mucha atención a estas banalidades. Lo mismo me da estar acostado en un inmenso sommier de 2 plazas, con sábanas floreadas y almohadas crujientes, ambiente climatizado y aroma a jazmines, o en un catre irrespetuosamente duro, tapándome con una harapienta manta y oliendo a riachuelo. Tampoco me incumbe mucho (al menos en este momento) si aquello que al principio denominé ingenuamente “hospital” es un loquero, un centro de experimentación clandestina o pura fantasía onírica. En serio, te digo, en este momento nada de eso me molesta.

Pero sí quiero dejar constancia sobre aquella sensación que ya te mencioné: me despierto cada mañana y mi cabeza quiere despegarse de su cuerpo. Puedo tratar de describirlo, sí: no es que me sienta un decapitado cuya cabeza está unida al cuerpo por algún endeble músculo o cartílago, “pendiendo de un hilo”, como se diría. No, no, nada que ver con el Jinete sin cabeza. Nada de eso. Todo sucede en el interior. Mi mente (diría cerebro, pero prestaría a confusiones: no me refiero al órgano, no tiene nada que ver esto con aquello), sofocada, oprimida por el cráneo, quiere escaparse. Quizás en forma de pensamientos, o transformándose en algún misterioso espíritu invisible, como aquellos que rondan descorporizados las casas tenebrosas que siempre aparecen en los cuentos de terror… no importa la forma, pero lo que sucede es que, en esos momentos, el cuerpo parece no servir, estorbar, perturbar. Nunca fueron buenas mis descripciones (vos lo sabés) pero tampoco es que pueda decir mucho más al respecto; es eso: la mente quiere escaparse de la cabeza, del cuerpo, de ese inexplicable e inútil revuelto de tripas, órganos, huesos, grasas y demás manifestaciones de la materia.

Todo esto que cuento dura, digamos, unos quince minutos. Sin exagerar te digo, en serio, que no recuerdo situación más terrible en aquello que antes –supongo- fue mi vida. La transición entre el sueño y la realidad siempre es jodida, eso es cosa sabida, pero nunca tan perturbadora, creéme.

Al rato la cosa se aligera: se ve que la mente acepta cuál debe ser su lugar, resignada, vencida, y así me acompaña (o yo la acompaño ¿quién sabe?) durante el día. Pero no por eso dejo de pensar en lo que sucede. Acaso existirá alguna solución? Será por esto que me tienen acá? En esta horrible rutina, con esos ejercicios, esos estudios, esas inyecciones, esas pastillas. Toda esa mierda. Los cretinos, encima (y esto es lo peor) creen hacerme un favor. Y cuando yo protestaba, me resistía -ya no lo hago más, no sirve de nada- no sólo me castigaban, sino también acusábanme de desagradecido, infeliz, inconsciente. Sí, así como suena, inconscientes me decían esos miserables.

Esto lo vengo pensando hace rato, pero recién hoy me decidí. Creéme que lo pensé demasiado, busqué mil salidas, traté de encontrar otra manera menos drástica e irreversible, pero no puede haber otra forma de liberarme. Es así es como debe de ser. Además esto, así como te lo cuento ahora, es cada vez más insoportable, es hora de ponerle fin. La mente se quiere ir del cuerpo, así que le voy a cumplir su deseo. No sé que va a pasar después, no sé si va a seguir pensando o si se va a extinguir lentamente, como lo hace el fuego cuando se le deja de echar leña. Tal vez sea un final repentino, un súbito apagón de todo. No sé que va a pasar, y creo que nadie en mi situación podría saberlo. Lo que sí estoy seguro es que, cualquiera sea el estado en que me encuentre, no voy a poder escribir, ni hablar, ni comunicarme. Así que esto es lo último que vas a saber de mí. Espero que me recuerdes así como fui alguna vez.

jueves, 6 de agosto de 2009

¿Círculo? ¿Espiral? ¿Todo? ¿Nada?

Arbitrariamente, podríamos decir que el ciclo comienza un Lunes cualquiera, de un mes cualquiera y un año cualquiera. Ese Lunes, Pedro está contento: después de meses angustiantes, donde su subsistencia y la de su familia se basó en un pobre subsidio estatal para desempleados, ha conseguido un empleo. Así cree realizarse como hombre: desde bien chico le dijeron que debía trabajar duro, “ganarse el pan”, “sudar el lomo” y otras tantas metáforas que significaban lo mismo: la vida era el trabajo (el trabajo para otro) y luego todo lo demás.

Pasadas algunas semanas, aquel idilio inicial, esa alegría desbordante ya no existe en Pedro. Estamos ahora en una situación más normal, más general, más creíble: esta vez el despertador suena, y esos 5 o 10 minutos que se espera antes de levantarse (esa transición irracional entre los sueños y la realidad) nunca son suficientes. Pedro se levanta y ya no está tan contento como semanas atrás, ya automáticamente está fijada la motivación para el resto del día: volver a casa con la obligación cumplida. Una ducha rápida, un desayuno frugal en el que con suerte se cruzan algunas palabras con los familiares, y la calle. El calor, el frío, la humedad, la lluvia, el tráfico, las manifestaciones, los olores nauseabundos, los ruidos insoportables. Es fácil encontrar razones para el malhumor de la gente.

La cuestión es que comienza el día y Pedro se dirige nuevamente a la oficina. La estadía allí puede tener distintos matices: se puede realizar una tarea de manera efectiva y responsablemente, o bien se puede aprovechar cualquier oportunidad para haraganear. También puede suceder que los compañeros y superiores sean soberbios, insoportables, asquerosos (o, por el contrario, gente agradable donde las charlas –triviales- no escasean, con el mate y las facturas siempre bien recibidos). Ninguna de estas cuestiones son relevantes: Pedro, como la casi absoluta mayoría de los empleados, mira constantemente el reloj esperando que sean las 6. Si tiene suerte, a esa hora emprende el regreso. Y ese momento es de verdad agradable. Si bien cansado, Pedro se siente realizado, ha cumplido su deber, y ahora dispone de unas cuantas horas de tiempo exclusivamente para él. Planea, organiza, piensa.

Por unos momentos perdimos de vista a Pedro. Lo encontramos nuevamente acostado en su cama, verdaderamente destruido, y enojado porque esas horas de libertad no sirvieron para casi nada. Charlas superficiales con la familia, (¿Qué hiciste hoy?¿Qué te sacaste en Matemática?¿Cómo te fue en el trabajo? Lo mismo que todos los días, me saqué un 7, bien y a vos gordo?) una cena apurada y casi por obligación, y entretenimiento frente al televisor. Lo de entretenimiento aquí es demasiado generoso, mejor sería llamarlo dispersión, o más apropiado aún, pérdida de tiempo. Todo esto sumado a las 9 horas de trabajo fue suficiente para que el cansancio ataque fervientemente, y el sueño gana la batalla sin encontrar demasiada resistencia.

A los pocos días, la motivación que antes había sido volver a casa a las 6, ahora cambia. Esas pocas horas no sirven para nada. La nueva añoranza es el tan preciado fin de semana, es él quien le da sentido al resto de los días semanales. Así, el viernes a la tarde la alegría es inmensa, teniendo en cuenta que no haya trabajo para el sábado, claro está. Pero en este momento el cansancio lleva 5 días acumulándose, y gana la batalla nuevamente: Pedro está en la cama, quiere salir con su mujer o sus amigos, saborear de cerca la libertad, pero no tiene energía suficiente, y decide dormir. Todavía quedan 2 días enteros.

Si logra efectivamente aislar las preocupaciones laborales, Pedro le saca provecho al fin de semana: agradables momentos con la familia, alguna comida en pareja o con parejas amigas, asado y fútbol con sus compañeros. Quizás la concurrencia al cine o al teatro, o a un espectáculo deportivo. Con suerte, ese fin de semana Pedro se siente pleno y feliz.

Pero a las pocas semanas, Pedro se da cuenta que la idea de sentirse feliz 2 por cada 7 días (si no contamos los feriados) no parece muy agradable. Entonces las motivaciones cambian nuevamente. Son tan veneradas, que se empieza a planearlas y hablar de ellas meses antes de su comienzo: esos excelentes 14, 21 o 28 días (dependiendo de la antigüedad en la empresa) para disponer totalmente del tiempo, sin ninguna obligación. Incluso, cuando transcurre un buen pasar económico, Pedro puede realizar la grandeza de viajar: conocer el país, el continente, el mundo. Pero son tan espectaculares como efímeras, y en un abrir y cerrar de ojos se volvió a la rutina. La mira pasa a fijarse entonces en las siguientes vacaciones, todo el año laboral tiene sentido sólo entonces: la disposición absoluta sobre el tiempo, la libertad, la felicidad.

Pasan algunos años, y Pedro comienza a darse cuenta que no es buen negocio tampoco ser feliz un mes por cada 12. Pedro ya está grande, los años le pesan, y casi sin notarlo, piensa cada vas con más anhelo en la jubilación: esa situación donde el Estado le pagará todo lo que él aportó, y con eso podrá vivir (en mejores o peores condiciones según la posición social) sin trabajar, saborear ese placer de controlar íntegramente su tiempo, hacer lo que él quiera, ser libre. Pedro finalmente se jubila, se regocija de su situación, llora de satisfacción.

Pero Pedro está viejo. Las visitas al médico se hacen cada vez más frecuentes, ya no puede jugar al fútbol con sus amigos, poco a poco va perdiendo la vista y la audición. A los 70 ya necesita ayuda para caminar. Al fin y al cabo, no es tanto lo que disfruta su tan añorada libertad… de hecho la padece bastante, se aburre, no sabe qué hacer con su tiempo, se siente inútil, se siente solo.

Pedro está sentado en la silla mecedora del living, balanceándose frente a la ventana, mirando el Sol que se escapa por el horizonte. En realidad, sus ojos se dirigen hacia allí, él está mirando para su interior. Mira su vida, sus recuerdos, sus años de juventud, sus mejores momentos. Mira su vida: mira sus efímeros momentos de felicidad pero también mira las incontables horas al servicio de la empresa, mira su vida y la piensa, la piensa mucho. Pedro está triste, melancólico, cansado y débil. Piensa en su muerte también, que pronto llegará. Y piensa si el error estuvo en todas esas horas brindadas al servicio de los intereses económicos (propios, pero principalmente ajenos) o si el error estuvo en no disfrutar más esos fugaces momentos de felicidad y plenitud.

domingo, 26 de julio de 2009

Luz y oscuridad

“Luz y oscuridad” no es más que una simple metáfora que trata de representar a esos 2 estados de ánimo, antagónicos pero no por eso incompatibles, que acucian al ser humano.

Voy a tratar de ser conciso en la descripción de la Luz y la Oscuridad. La luz es el optimismo: podemos creer (o no) que todo a nuestro alrededor está mal, que nuestra vida está mal, que nuestra sociedad está mal, pero en el fondo creemos y confiamos que esto va a cambiar, que en algún momento de la historia futura la sociedad va a ser mejor (de hecho lucharemos por ello), y en algún momento de nuestro propio porvenir vamos a encontrar paz, felicidad, y plenitud. En este territorio luminoso es donde se hallan los sueños, las esperanzas, la amistad, el amor, y todas aquellas pequeñas cosas que irracionalmente nos llenan el alma y nos hacen estremecer.

En el extremo opuesto, la oscuridad es el pesimismo. Cuando estamos en la oscuridad, solemos tildarla de realismo (es difícil concluir que lo oscuro no sea real). Vemos la historia, vemos el mundo, vemos el país, vemos la ciudad, vemos la calle y nos invade una sensación de tristeza, de odio, de pesadez, de hastío. La miseria es cada vez más generalizada, la frivolidad y el egoísmo son cada vez más comunes, la globalización transforma a aquello que solía ser un ser humano en un simple engranaje. La descripción negativa del mundo podría extenderse hasta el aburrimiento pero no es ése el objetivo de esta breve reseña de la oscuridad. Es en estos momentos que solemos preguntarnos para qué es que estamos acá, si de verdad vale la pena aquello por lo que nos levantamos cada mañana.

Hay personajes donde predomina casi absolutamente la oscuridad, Dostoievski nos brinda buenos ejemplos. Odio, resentimiento, ensimismamiento, violencia. En otros casos predomina la luz: siempre alegres y risueños, despreocupados o luchadores, pero siempre felices y esperanzados. También sucede (abundantemente) que en ciertos personajes la luz y la oscuridad se hayan anulado mutuamente, llegando a una neutralidad incolora, un automatismo despreocupado y sin ilusiones, una superficialidad que pareciera nunca estar triste y nunca estar contenta. La última “categoría” que mencionaré (podrían existir miles de categorías, infinitas) es la de aquellos personajes donde la luz y la oscuridad luchan constantemente, logrando momentáneas victorias que nunca llegan a ser definitivas.