martes, 8 de noviembre de 2011

Notas

Puedo hacer música, y que fantástica es la música
Puedo canalizar tu llegada hacia cada uno de los seis sentidos, mandando a la estratósfera todas sus excentricidades
Esta es la peor, la tortura, el goce
Ésta sos vos
Mientras la métrica se d e s h a c e como la ola abandona las rompientes
Y de pronto, estoy haciendo poesía
Como esa presencia inmanente latiendo sobre mis orejas
Que es dedicada y poseída a los sonidos que, vos sabés, pueden atravesarme
Es que en definitiva es un estanque, una cruz de miles de historias


Cuando llego hasta este punto de la desesperación,
Preferiría no haber decidido captar toda la belleza y la grandeza con mis yemas
(La pluma, hubiera dicho antes)
Puedo canalizar todo y lo esencial hacia cada uno de los seis sentidos..
Y qué absurdo canalizarlo frente a una computadora
Pero, la Música!

Tendría que haber elegido una cámara!
(¿A quién le estoy escribiendo?)
Dios, mejor el dulce de leche y la fruta y no la cabeza, sus vericuetos y callejones
Porque me va a explotar
Mejor la música
Pero del silencio

(Intervalo: música, goce!)

El tiempo definitivamente no es lineal ni único
Los minutos pueden ir con sal o con pimienta, y son muy distintos entre ellos
Inexistente, trompeta, jazz, y sólo cinco minutos son mi salvación
Mi eternidad
Mis des-comprensión, mi des-inteligencia, mi des-azón, mi des-interés
Mides sólo centímetros en la escala de valores del mercado
Baby, it’s difficult (idiomas. Otra variable para analizar)
-Cámaras, cámaras y más camaras. Ya las deseo
Rodeándome, barriéndome, robándome
Sigur Rós es un excelente músico (todo es excelente y hay que empezar a preocuparse)
Más rojo sangre al final del texto que al principio
(la muerte, dirán, que se acerca, que es sigilosa, que es la muerte)
-Preferiría las cámaras
Mientras yo me deshago en palabras insulsas

jueves, 6 de octubre de 2011

De vinos y desconciertos

¿Quién me manda a hundirme siempre en el vino? Osvaldo pifiaba en la pregunta: no era quién, sino qué. Y ese qué tenía muchos nombres, muchas caras… ese qué era la angustia, que también tenía muchos nombres: a veces se llamaba soledad, otras veces se llamaba Soledad; a la mañana se le aparecía con el nombre de la incertidumbre y a la noche con el del recuerdo; a veces, es verdad, olvidaba su nombre… entonces, Osvaldo, más te vale, guardate un poco de aire, que lo vas a necesitar para después. Guardate un poco de vino, también, que en el remoto campo de la nostalgia nunca alcanza, nunca se está lo suficientemente cerca.

Además de la angustia era la tristeza, que es parecido pero no es lo mismo, pobre de aquél que osare confundirlas. Porque la angustia tiene nombre pero no se explica, y en cambio, la tristeza, que suele tener sólo el propio nombre (hoy Osvaldo...) suele ser inevitablemente explicable, y entonces el desamor no era un nombre sino una explicación (una gran explicación, una explicación muy consistente, una espina clavada en el paladar) y, como tal, un pedacito de pensamiento que iba a gotear en su cabeza toda la noche, sin dejar dormir –la metáfora de la canilla con el cuerito gastado es demasiado cercana, casi irrespetuosa- y sin dejar de mover, de agitar las piernas y el torso y la cabeza abajo y arriba de la almohada, párpados abiertos cerrados abiertos, mejornomireselreloj, y entonces, quién más, el vino, y los párpados un poco más relajados, la pluma un poco más fluida, el existir un poco más claro.

Osvaldo sí sabía que también era algo así como la alegría, la más primitiva alegría, la celebración de la amistad, el estar sin preocuparse mucho por el pertenecer, el ser sin preocuparse mucho por el ser, el bar de la esquina o la parrilla de la terraza estrellada de Ramiro. Osvaldo intuía que allí se encontraba la más pura embriaguez, el relajado gozar de la animalidad despreocupada, pero también percibía sin palabras que era como un fueguito en medio del océano, una noche de luna nueva en donde el amanecer estaba todavía muy lejos, del otro lado del mundo.

Y eso era así porque era tan efímero, y tan inconsistente, el lunes empezaba de vuelta y tan gris (tan gris, qué poco y qué mucho que dice el gris, qué poco y qué mucho y qué poco dice Buenos Aires, mezquina acaparadora de sus encantos y secretos, qué odiosa va a ser esta primavera…). Y ahí sí que Osvaldo no entendía o por lo menos no sabía de qué otra manera podía ser. Y Osvaldo ni siquiera en pesadillas pensaba en capitalismo, en alienación, en la explotación, en la globalización y en el bastardo y muy hijo de puta asesinato de los misterios, que no deja rastro, borrando la huella.

Y el vino, como todo lo bueno en esos días, se acababa, se acababa en lo de Ramiro y se acababa cuando estaba solo en su casa, cuando a la mañana siguiente el despertador iba a sonar minutos antes de las cinco y media, y entonces Osvaldo lloraba desconsoladamente, profería gritos al cielo y patadas al viento y lugares comunes, se acordaba con melancolía de la que casi sin saberlo había sido la última copa, a la que el bebedor siempre tiende y la que siempre añora, o bien la anteúltima copa porque una copa más y Osvaldo se ahogaba en su propia angustia y en su propio vómito. Y Osvaldo, ahora sí, estaba verdaderamente solo y ahora sí que no quedaba más que dormir, más que esperar que transcurriera la noche y rogar descansar, los vapores flotando los vaivenes del techo. Y a la mañana, la incertidumbre. Y a la mañana, pronto, antes de empezar, el vino, y en el viaje a la fábrica…

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Enjambre

El sino terriblemente acogedor dibujado con piedritas sucias al costado del camino (hacen al camino, en el desierto de nuestros chatos corazones). Las piedras cayeron de la montaña que se deshace en un estrepitoso llanto, una avalancha de sensaciones y una gran bola de nieve que llora y hace llorar a través de la indeseable indecible inevitable nostalgia. ¿La montaña de la risa? ¿La montaña de la infancia?... luego, las pequeñas rocas fueron acomodadas por el viento, apenas acariciadas y removidas de su nuevo cimiento, y ya estaba todo dicho. Nubes rojas de furia pero no de tempestad, es el Sol que asoma en la mañana urbana (y no es París, tristemente, aunque para el oficinista debe dar lo mismo París, Buenos Aires o Pekín, habíamos dicho esa tarde). Un viaje brillante, pero que rumbea sin prisa, con pausa, apenas con causa y sin convicción hacia lo oscuro, y después una especulación tediosa y asquerosa sobre la constitución de esa oscuridad, sobre mi paradero futuro, sobre mi paradero actual, este suelo que apenas me conmueve, me enajena y me arranca de mis propias seguridades, robándome el aire, mi aire.

Horacio, la Maga, Gregorovius, la enfermedad de la cosidad (ella no, claro que sí, ellas no. Tal vez, o sólo pocas…). Woody Allen y el romanticismo nostálgico (el París de los ’20, “La Belle Epoque”, y de ahí al Renacimiento, a los dinosaurios y a la nada misma, a la putísima nada que desemboca en la escritura…), fútil sabiduría -¿acaso hay otra?- que es derrochada sin parar por el pedante asqueroso…

Y yo pierdo el hilo, como siempre. Así, una enredadera cuya punta de ovillo queda sepultada en el mismo enjambre, y no encuentro la punta de la cual tirar.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Retazos de un pasado a punto de ser futuro

El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida: sus contradicciones, sus búsquedas, sus desesperados anhelos, sus lacerantes angustias, sus sueños más atinadamente insensatos, sus memorias chamuscadas, sus delirios de grandeza y de torpeza, sus difuminados recuerdos, sus encolerizados odios y esos amores que cortaban en seco la respiración. Todo eso (y tal vez más, mucho más) en hojitas ya amarillas y desvencijadas, arrancadas algunas (el apuro y el frenesí del momento, la necesidad de escribir) y otras todavía incrustadas en esos anillados cuadernos que reposaron y se oxidaron y se olvidaron en los viejos cajones (polvorientos, nauseabundos), desde que la vida empezaba a ser vida, mientras esos sueños insensatos dejaban de ser sueños al tiempo que eran bajados de un hondazo al terreno de la sensatez. Y con ello, se perdía para siempre ese inexplicable placer, esos pelos de punta de tanto rascar ideas, y ese cosquilleo tibio y casi gracioso que en algún momento de la noche llega a sentir en sus intestinos el obstinado enemigo del mundo. Ése que, tras llegar al cosquilleo y a la sonrisa tímida, que siempre era mejor ocultar bajo la mascarilla del cinismo y el silencio inexpugnable (¿el mudo regocijo de la diferencia?), tras esos momentos de fugaz reconciliación –el solo hecho de objetivar los dolores en unos garabatos- apagaba la luz y cerraba los cuadernos y trataba de dormir un poco. Todo aquello se archivaba y el archivo se agrandaba y los cajones se llenaban, cada vez más sucios. Se ponían amarillentas las hojas, sus puntas dobladas, la tinta corrida HASTA QUE el hombre un día las destruye y las deshace y las corta (y se destruye y se deshace y se corta y cercena de sí toda una gran parte que tal vez sea la mejor o tal vez sea la peor pero que era en definitiva –y eso nadie puede dudarlo- un componente esencial). ¡Pero! No lo quema, no enciende ni una chispa que podría haberlo desaparecido todo de un plumazo, plumazo incandescente. Lo arroja al viento y del viento al pasado y a unas excusas fáciles o a la burda y autoimpuesta amnesia “eran sólo vestigios de una adolescencia tumultuosa”… pero el viento es sabio y el pasado es pasado pero siendo el tiempo lineal el pasado jamás se evapora. Los fragmentos amarillos (esos recovecos donde antaño el hombre encontraba refugio para vomitar, y deshacerse en temores y deseos, y rehacerse en otras historias, volviéndose un poco más humano) se dispersan, se entremezclan y se confunden en una hoguera que afortunadamente está apagada. Se entremezclan y se confunden los fragmentos de los cuadernos “y así se entremezcla y se confunde la personalidad de ese hombre que está muy confundido y dubitativo y desconcertado en este momento y por eso recurre al pasado –recortado, disperso- y se inventa un futuro”, se oye decir a una voz remota, consejo o psicoanalista o la propia conciencia. Los fragmentos no quemados y dispersados sedimentan de una vez. Reina entonces el silencio (¡por fin!) y puede sentirse el tic-tac del reloj que contabiliza y ratifica y recuerda la desesperanzada magnitud de nuestro desencuentro, y se siente también el tibio latido, el corazón que palpita maniatado en su caparazón osioso. El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida. Entonces los quemará tristemente (le habrá llegado la hora, finalmente), llenando el aire con la ceniza de ese mundo que parecía indestructible, escape para las noches de insomnio, testimonio vívido de los choques entre el corazón y la mente, y que pasará a permanecer con suerte en algún polvoriento recuerdo que azarosamente acudirá del subconsciente sin ser llamado. Pero tal vez el hombre jamás los queme, tal vez los recoja, pedacito a pedacito, y haga con ellos algo grande, tal vez de cuenta de su propia historia (casi sin darse cuenta) pegando los fragmentos como en un gran rompecabezas que siempre estará incompleto, pues el ser humano es y será siempre irremisiblemente contradictorio.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Cadenas de hielo

Recuerdo tímidamente lo de anoche: creía estar en sintonía con el universo, conspirando contra todo y contra todos. Al mismo tiempo, me sabía observado, hostigado, víctima de una audaz e inusitada trampa. La presencia vacía y seca de quien vigilaba mi espalda, quien me envolvía sin existir, dejaba de percibirse en cuanto yo la miraba; atendía a su llamado y entonces se cortaba la comunicación.

El sonido, el ruido (¿tu voz?) me golpeaba cada vez más despacio, se alejaba y yo no podía hacer nada. Estiraba mi mano, trémula, inquieta… quería tocarte y acariciarte pero tu piel se desvanecía entre las palabras vacías, retazos de sueños, memorias gastadas, balbuceos nobles. Tu presencia se volvía remota hasta extinguirse. Te grité que me llames, que me busques cuando haga más calor (ese infierno estaba frío) y no sé si me escuchaste. Espero todavía, ya despierto y con las manos cruzadas sobre el vientre, ademán sereno, anhelo sosiego.

Las luces se apagaron. Sin embargo, no fue oscuridad. Supongo que será aquello del gris: vacío, seco, angustiante, anhelante, decepcionante. El gris de un amanecer eternamente inconcluso: son casi las siete de la mañana, todavía es invierno y sigue haciendo frío (frío del que cala bien hondo, se ríe de las ropas, seca los labios y yo los muerdo hasta que sangran), las nubes anuncian tormenta. Las luces de la oscura noche ya se apagaron, luces de colores, artificiales, luces ruidosas y movedizas. (Mientras insisto, o trato de explicar). No es todo oscuro, pues es crepúsculo. Y será crepúsculo por largo rato, no será luz total, porque el Sol hoy no saldrá, y tal vez ni siquiera el tiempo sea tiempo.

Todavía no puedo tocarte. Pero guardo la esperanza de que me hayas escuchado. Hasta entonces, las agujas permanecerán intactas de movimiento, el tiempo tendrá que permanecer encadenado –yo me tragué la llave- y cerraré los ojos mientras se congelan en el viento las primeras gotas de la tempestad.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Recuerdos lúdicamente impuntuales

El muchacho, con aire despreocupado, se acerca al edificio, el edificio que alberga hace tiempo aquel colegio, colegio al que yo fui cuando era pequeño, cuando era pequeño fui a muchos colegios y el muchacho enjuto y distraído me los recuerda a todos, todos los colegios asistidos inciden fuertemente en el desarrollo y la vida de cualquier persona, cualquier persona que pasase por la puerta de un antiguo colegio se distraería, se pondría melancólico o triste o contento y tranquilamente se ahogaría en los recuerdos, pero quien se ahoga mucho tiempo en los recuerdos puede ahogarse en el aire, en el aire de verdad, el que se respira, y cuando alguien se ahoga en el aire que se respira o bien se asfixia o bien toma una decisión, decisión que bien puede ser exhalar el asfixiante recuerdo y devolverlo al pasado, pasado donde yacen el viejo colegio, la familia que era antes, el barrio de la infancia, los olvidados amigos, las despreocupadas risas, los tristes pesares de antaño, tristes pesares que pueden ser recordados hasta que empiecen a ahogar, y entonces desterrarlos y volver al presente, presente en el que paso enfrente del colegio que me vio crecer, crecer como ahora crece el muchacho que entra despreocupado en el edificio, en sus sombras interiores se pierde, de mis sombras interiores yo vuelvo, y sigo caminando por esas calles que tienen un olor tan particular, olor particular por la albahaca, la lechuga mantecosa, la rúcula, las endivias (ensalada verde!), las risas que se escapan de la verdulería, verdulería donde yo hice mis primeras changas cuando todavía vivía en este barrio, barrio al que a veces dejo de recordar pero nunca jamás olvido, lo recorro y me alejo y me despido y procuro no retornar pero siempre, de vez en vez y de tiempo en tiempo, vuelvo a visitar, y entonces las sombras y aquel entorno sin contornos y mi formación y mis experiencias y mi carácter y el presente, y entonces una luz que asoma con esa sonrisa que es a la vez ajena y propia, y le pelea cuerpo a cuerpo a la sombra del pasado que a veces asfixia.

jueves, 28 de octubre de 2010

Lo que dice la lluvia

(( ))

La lluvia siempre era capaz de revolver sus sensaciones hasta el extremo. Sólo ella lograba revelarle todas las ambigüedades de su ser, sólo ella podía llevarlo al estado en que se encontraba ahora: contemplativo, perceptivo, dubitativo, confuso. Era la lluvia, era la tormenta: su verde olor invadía los surcos de la cara, las gotas secas de todo pudor lo golpeaban con tenacidad, avivándolo, pellizcándolo. Un críptico espectáculo: el agua cayendo desde el infinito, inundando las calles; algún auto que se deslizaba como flotando, a lo lejos; los truenos; su aroma. Todo ello lo tranquilizaba asegurándole que había algo (algo grande, trascendental) que seguiría funcionando siempre, sin importar lo que él hiciera o dejara de hacer, y aun cuando él no existiese más, la tempestad –ese mecanismo de relojería, verdadera alucinación, remolino de sensaciones- volvería a desatarse nuevamente, para regocijo de algún otro avispado observador.

Lamentablemente, había más: las nubes revoloteaban en el cielo, se dispersaban, se unían y volvían a separarse; se movían como saetas apuradas tras algún fuego sagrado, buscando el norte. La luz surgía de la colisión, centelleaba con su ciego esplendor y luego desaparecía, se disolvía, apenas sobreviviendo unos instantes en la retina, que no tenía tiempo de asimilar el repentino estallido en su justísimo momento. Ese movimiento, esa vivacidad, ese estruendoso cambio, todo aquello también le marcaba con crueldad su inquietante pasividad, le decía que había allí afuera un tumulto terrible y fantástico del cual él se estaba perdiendo, le mostraba cómo el cielo podía saciarse de tempestad en unas pocas horas, con plena magnificencia. Mientras, él –todavía- no terminaba de entender que aquélla (la bruta tormenta, la desesperante conmoción, el movimiento incesante, vibración de los cuerpos y las almas, frenético y apasionante baile de la sensación) era componente esencial en toda existencia que osare considerarse más o menos vital.