lunes, 22 de noviembre de 2010

Cadenas de hielo

Recuerdo tímidamente lo de anoche: creía estar en sintonía con el universo, conspirando contra todo y contra todos. Al mismo tiempo, me sabía observado, hostigado, víctima de una audaz e inusitada trampa. La presencia vacía y seca de quien vigilaba mi espalda, quien me envolvía sin existir, dejaba de percibirse en cuanto yo la miraba; atendía a su llamado y entonces se cortaba la comunicación.

El sonido, el ruido (¿tu voz?) me golpeaba cada vez más despacio, se alejaba y yo no podía hacer nada. Estiraba mi mano, trémula, inquieta… quería tocarte y acariciarte pero tu piel se desvanecía entre las palabras vacías, retazos de sueños, memorias gastadas, balbuceos nobles. Tu presencia se volvía remota hasta extinguirse. Te grité que me llames, que me busques cuando haga más calor (ese infierno estaba frío) y no sé si me escuchaste. Espero todavía, ya despierto y con las manos cruzadas sobre el vientre, ademán sereno, anhelo sosiego.

Las luces se apagaron. Sin embargo, no fue oscuridad. Supongo que será aquello del gris: vacío, seco, angustiante, anhelante, decepcionante. El gris de un amanecer eternamente inconcluso: son casi las siete de la mañana, todavía es invierno y sigue haciendo frío (frío del que cala bien hondo, se ríe de las ropas, seca los labios y yo los muerdo hasta que sangran), las nubes anuncian tormenta. Las luces de la oscura noche ya se apagaron, luces de colores, artificiales, luces ruidosas y movedizas. (Mientras insisto, o trato de explicar). No es todo oscuro, pues es crepúsculo. Y será crepúsculo por largo rato, no será luz total, porque el Sol hoy no saldrá, y tal vez ni siquiera el tiempo sea tiempo.

Todavía no puedo tocarte. Pero guardo la esperanza de que me hayas escuchado. Hasta entonces, las agujas permanecerán intactas de movimiento, el tiempo tendrá que permanecer encadenado –yo me tragué la llave- y cerraré los ojos mientras se congelan en el viento las primeras gotas de la tempestad.

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