lunes, 13 de diciembre de 2010

Retazos de un pasado a punto de ser futuro

El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida: sus contradicciones, sus búsquedas, sus desesperados anhelos, sus lacerantes angustias, sus sueños más atinadamente insensatos, sus memorias chamuscadas, sus delirios de grandeza y de torpeza, sus difuminados recuerdos, sus encolerizados odios y esos amores que cortaban en seco la respiración. Todo eso (y tal vez más, mucho más) en hojitas ya amarillas y desvencijadas, arrancadas algunas (el apuro y el frenesí del momento, la necesidad de escribir) y otras todavía incrustadas en esos anillados cuadernos que reposaron y se oxidaron y se olvidaron en los viejos cajones (polvorientos, nauseabundos), desde que la vida empezaba a ser vida, mientras esos sueños insensatos dejaban de ser sueños al tiempo que eran bajados de un hondazo al terreno de la sensatez. Y con ello, se perdía para siempre ese inexplicable placer, esos pelos de punta de tanto rascar ideas, y ese cosquilleo tibio y casi gracioso que en algún momento de la noche llega a sentir en sus intestinos el obstinado enemigo del mundo. Ése que, tras llegar al cosquilleo y a la sonrisa tímida, que siempre era mejor ocultar bajo la mascarilla del cinismo y el silencio inexpugnable (¿el mudo regocijo de la diferencia?), tras esos momentos de fugaz reconciliación –el solo hecho de objetivar los dolores en unos garabatos- apagaba la luz y cerraba los cuadernos y trataba de dormir un poco. Todo aquello se archivaba y el archivo se agrandaba y los cajones se llenaban, cada vez más sucios. Se ponían amarillentas las hojas, sus puntas dobladas, la tinta corrida HASTA QUE el hombre un día las destruye y las deshace y las corta (y se destruye y se deshace y se corta y cercena de sí toda una gran parte que tal vez sea la mejor o tal vez sea la peor pero que era en definitiva –y eso nadie puede dudarlo- un componente esencial). ¡Pero! No lo quema, no enciende ni una chispa que podría haberlo desaparecido todo de un plumazo, plumazo incandescente. Lo arroja al viento y del viento al pasado y a unas excusas fáciles o a la burda y autoimpuesta amnesia “eran sólo vestigios de una adolescencia tumultuosa”… pero el viento es sabio y el pasado es pasado pero siendo el tiempo lineal el pasado jamás se evapora. Los fragmentos amarillos (esos recovecos donde antaño el hombre encontraba refugio para vomitar, y deshacerse en temores y deseos, y rehacerse en otras historias, volviéndose un poco más humano) se dispersan, se entremezclan y se confunden en una hoguera que afortunadamente está apagada. Se entremezclan y se confunden los fragmentos de los cuadernos “y así se entremezcla y se confunde la personalidad de ese hombre que está muy confundido y dubitativo y desconcertado en este momento y por eso recurre al pasado –recortado, disperso- y se inventa un futuro”, se oye decir a una voz remota, consejo o psicoanalista o la propia conciencia. Los fragmentos no quemados y dispersados sedimentan de una vez. Reina entonces el silencio (¡por fin!) y puede sentirse el tic-tac del reloj que contabiliza y ratifica y recuerda la desesperanzada magnitud de nuestro desencuentro, y se siente también el tibio latido, el corazón que palpita maniatado en su caparazón osioso. El hombre luego recogerá, pedacito a pedacito, todos los fragmentos de esa parte de su vida. Entonces los quemará tristemente (le habrá llegado la hora, finalmente), llenando el aire con la ceniza de ese mundo que parecía indestructible, escape para las noches de insomnio, testimonio vívido de los choques entre el corazón y la mente, y que pasará a permanecer con suerte en algún polvoriento recuerdo que azarosamente acudirá del subconsciente sin ser llamado. Pero tal vez el hombre jamás los queme, tal vez los recoja, pedacito a pedacito, y haga con ellos algo grande, tal vez de cuenta de su propia historia (casi sin darse cuenta) pegando los fragmentos como en un gran rompecabezas que siempre estará incompleto, pues el ser humano es y será siempre irremisiblemente contradictorio.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Cadenas de hielo

Recuerdo tímidamente lo de anoche: creía estar en sintonía con el universo, conspirando contra todo y contra todos. Al mismo tiempo, me sabía observado, hostigado, víctima de una audaz e inusitada trampa. La presencia vacía y seca de quien vigilaba mi espalda, quien me envolvía sin existir, dejaba de percibirse en cuanto yo la miraba; atendía a su llamado y entonces se cortaba la comunicación.

El sonido, el ruido (¿tu voz?) me golpeaba cada vez más despacio, se alejaba y yo no podía hacer nada. Estiraba mi mano, trémula, inquieta… quería tocarte y acariciarte pero tu piel se desvanecía entre las palabras vacías, retazos de sueños, memorias gastadas, balbuceos nobles. Tu presencia se volvía remota hasta extinguirse. Te grité que me llames, que me busques cuando haga más calor (ese infierno estaba frío) y no sé si me escuchaste. Espero todavía, ya despierto y con las manos cruzadas sobre el vientre, ademán sereno, anhelo sosiego.

Las luces se apagaron. Sin embargo, no fue oscuridad. Supongo que será aquello del gris: vacío, seco, angustiante, anhelante, decepcionante. El gris de un amanecer eternamente inconcluso: son casi las siete de la mañana, todavía es invierno y sigue haciendo frío (frío del que cala bien hondo, se ríe de las ropas, seca los labios y yo los muerdo hasta que sangran), las nubes anuncian tormenta. Las luces de la oscura noche ya se apagaron, luces de colores, artificiales, luces ruidosas y movedizas. (Mientras insisto, o trato de explicar). No es todo oscuro, pues es crepúsculo. Y será crepúsculo por largo rato, no será luz total, porque el Sol hoy no saldrá, y tal vez ni siquiera el tiempo sea tiempo.

Todavía no puedo tocarte. Pero guardo la esperanza de que me hayas escuchado. Hasta entonces, las agujas permanecerán intactas de movimiento, el tiempo tendrá que permanecer encadenado –yo me tragué la llave- y cerraré los ojos mientras se congelan en el viento las primeras gotas de la tempestad.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Recuerdos lúdicamente impuntuales

El muchacho, con aire despreocupado, se acerca al edificio, el edificio que alberga hace tiempo aquel colegio, colegio al que yo fui cuando era pequeño, cuando era pequeño fui a muchos colegios y el muchacho enjuto y distraído me los recuerda a todos, todos los colegios asistidos inciden fuertemente en el desarrollo y la vida de cualquier persona, cualquier persona que pasase por la puerta de un antiguo colegio se distraería, se pondría melancólico o triste o contento y tranquilamente se ahogaría en los recuerdos, pero quien se ahoga mucho tiempo en los recuerdos puede ahogarse en el aire, en el aire de verdad, el que se respira, y cuando alguien se ahoga en el aire que se respira o bien se asfixia o bien toma una decisión, decisión que bien puede ser exhalar el asfixiante recuerdo y devolverlo al pasado, pasado donde yacen el viejo colegio, la familia que era antes, el barrio de la infancia, los olvidados amigos, las despreocupadas risas, los tristes pesares de antaño, tristes pesares que pueden ser recordados hasta que empiecen a ahogar, y entonces desterrarlos y volver al presente, presente en el que paso enfrente del colegio que me vio crecer, crecer como ahora crece el muchacho que entra despreocupado en el edificio, en sus sombras interiores se pierde, de mis sombras interiores yo vuelvo, y sigo caminando por esas calles que tienen un olor tan particular, olor particular por la albahaca, la lechuga mantecosa, la rúcula, las endivias (ensalada verde!), las risas que se escapan de la verdulería, verdulería donde yo hice mis primeras changas cuando todavía vivía en este barrio, barrio al que a veces dejo de recordar pero nunca jamás olvido, lo recorro y me alejo y me despido y procuro no retornar pero siempre, de vez en vez y de tiempo en tiempo, vuelvo a visitar, y entonces las sombras y aquel entorno sin contornos y mi formación y mis experiencias y mi carácter y el presente, y entonces una luz que asoma con esa sonrisa que es a la vez ajena y propia, y le pelea cuerpo a cuerpo a la sombra del pasado que a veces asfixia.

jueves, 28 de octubre de 2010

Lo que dice la lluvia

(( ))

La lluvia siempre era capaz de revolver sus sensaciones hasta el extremo. Sólo ella lograba revelarle todas las ambigüedades de su ser, sólo ella podía llevarlo al estado en que se encontraba ahora: contemplativo, perceptivo, dubitativo, confuso. Era la lluvia, era la tormenta: su verde olor invadía los surcos de la cara, las gotas secas de todo pudor lo golpeaban con tenacidad, avivándolo, pellizcándolo. Un críptico espectáculo: el agua cayendo desde el infinito, inundando las calles; algún auto que se deslizaba como flotando, a lo lejos; los truenos; su aroma. Todo ello lo tranquilizaba asegurándole que había algo (algo grande, trascendental) que seguiría funcionando siempre, sin importar lo que él hiciera o dejara de hacer, y aun cuando él no existiese más, la tempestad –ese mecanismo de relojería, verdadera alucinación, remolino de sensaciones- volvería a desatarse nuevamente, para regocijo de algún otro avispado observador.

Lamentablemente, había más: las nubes revoloteaban en el cielo, se dispersaban, se unían y volvían a separarse; se movían como saetas apuradas tras algún fuego sagrado, buscando el norte. La luz surgía de la colisión, centelleaba con su ciego esplendor y luego desaparecía, se disolvía, apenas sobreviviendo unos instantes en la retina, que no tenía tiempo de asimilar el repentino estallido en su justísimo momento. Ese movimiento, esa vivacidad, ese estruendoso cambio, todo aquello también le marcaba con crueldad su inquietante pasividad, le decía que había allí afuera un tumulto terrible y fantástico del cual él se estaba perdiendo, le mostraba cómo el cielo podía saciarse de tempestad en unas pocas horas, con plena magnificencia. Mientras, él –todavía- no terminaba de entender que aquélla (la bruta tormenta, la desesperante conmoción, el movimiento incesante, vibración de los cuerpos y las almas, frenético y apasionante baile de la sensación) era componente esencial en toda existencia que osare considerarse más o menos vital.

jueves, 21 de octubre de 2010

"¿Quién mató a Mariano?"

(Me salgo del estilo habitual en este caso, tristemente oportuno)

La historia se repite, ya no sólo como farsa, sino además –en la era de las comunicaciones- mediante una repugnante manipulación de los acontecimientos y los discursos. La burocracia sindical es una basura: traiciona su clase, vende las luchas y la dignidad de sus compañeros, falsea justificativos. Pestilente, todo eso es cosa sabida. Sin embargo, los hechos logran sorprenderme (ingenuidad, juventud o inexperiencia). Ayer, un grupo de trabajadores terciarizados (vergonzosamente precarizados) se disponía a realizar un corte en las vías del ferrocarril Roca, reclamando por una serie de despidos arbitrarios, por la incorporación a planta permanente y, en definitiva, por una mínima dignificación de sus condiciones de empleo. Sin embargo, la burocracia de la Unión Ferroviaria (en connivencia con el gobierno nacional, inmiscuidos en los negocios mediante los cuales estos trabajadores son explotados) no estaba de acuerdo con la medida. Y, fiel a sus métodos (pero con una sorprendente e increíble carencia de disimulo alguno), contando para el operativo con la participación (o la no participación, que en lo concreto viene a ser lo mismo) de efectivos de la policía federal, decidió romper la manifestación incluso antes de comenzar, emboscando al grupo cuyo numero rondaba las 100 personas, de las cuales la mayoría eran mujeres y jóvenes. Después de la trifulca a puños y palazos, empezaron los tiros: a sangre fría, por la espalda –en retirada- y sin escapatoria. El saldo, hasta el momento, es un muerto (Mariano Ferreyra, 23 años, estudiante y militante del Partido Obrero, que acompañaba a los trabajadores junto a otras organizaciones), una herida de gravedad cuya vida peligra (Elsa Rodríguez, 56 años, también militante del PO) y otro herido de bala, ya fuera de peligro. Inmediata y paradójicamente, el gobierno nacional de desentendió de lo sucedido y prometió justicia. Además del repudio y el urgente castigo de los culpables (materiales e intelectuales), es menester poner en discusión el modelo sindical argentino, ya caducado, ineficiente y probadamente destructivo.

sábado, 2 de octubre de 2010

El tiempo, los hechos

Nos dispersamos jugando en el cemento. ¿Nos cansamos?

Tal vez nazcamos agotados, y expiemos penas pasadas,

quizás ajenas.

Así sucede… ¡Qué distinto era todo!

Diminuto universo plagado de infinitas posibilidades,

y ahora: infinitos enceguecidos, las potencialidades negadas.

Y luego: todo fluye, el tiempo sigue una única dirección,

los acontecimientos se desarrollan.

¡Incluso llegamos a cometer el pecado de creer que nos escapan!

¡Jamás! Los hechos caben en la palma de mi mano;

o mejor: los sostengo entre el pulgar y el índice

(así de ínfimos resultan)

Los expongo, los analizo minuciosamente, y los manipulo…

la historia, el provenir: un gramo de tiempo, una partícula de aire,

una porción de maleable destino:

apresados entre los dedos, al acecho las propias fauces,

esperando ser desmenuzados.

La vida: una naranja cuya cáscara hay que quitar con tortuosidad,

dejando uñas y piel, enervando las venas,

para, por fin,

extasiarse en su jugo.

martes, 31 de agosto de 2010

La escritura y el agua

A veces, entramos al agua con un objetivo bien claro: nadar una determinada cantidad de tiempo para ejercitar los músculos, buscar algún objeto que no debería estar mojándose, vigilar a los pequeños para que no se ahoguen, o simplemente refrescarse. Sin embargo, otras veces, nada de aquello sucede: nos sumergimos en el agua como queriendo olvidar que existimos, perdernos en la profundidad (allí donde no se huele ni se habla, donde los sonidos son remotos y a duras penas puede verse), dejarnos remontar por la marea y seguirla a donde sea que nos conduzca. Que las olas jueguen con nosotros como a nosotros nos gustaría jugar con la vida. Creo que a veces con la escritura sucede algo similar: escribimos muchas veces con un objetivo claro y contundente, le damos forma y, si bien podemos ir masticando la idea mientras la desarrollamos, sabemos con precisión relativa cuál es la meta. Pero en otros casos el escribir es más bien instintivo y arremolinado, como si hubiese una corriente que efectivamente es la que dispone el rumbo, barajando las palabras y los signos de puntuación en el intento de ganar un juego absurdo, en el que nadie gana. De ese semiconsciente y tumultuoso viaje pervive a veces, ya a la luz del día, un resto auténtico.

domingo, 29 de agosto de 2010

No mirar la hora

Debería de estar durmiendo. La culpa me carcome, si se puede hablar de eso. Mañana… mañana será otro día más. Y mañana, tal vez, también tendré culpa. ¿Es culpa mía?¿o será la culpa de los cronogramas, de los alucinados planes que nunca se concretan, de los anhelos que ya no se respiran ni en sueños?¿Será su culpa? Pero... en cualquier caso, ¿quién me va a sacar de acá? Creeremos por un instante en las metáforas: entonces es un pozo, oscuro, mal oliente. El pozo profundo del que todos hablan, esa luz al final del camino (arriba de todo ahora, pero diminuta), lejana, remota, difusa, y yo ahogándome, en la soledad de mi cama, deseando desesperadamente poder gritar, pedir auxilio tal vez, o sólo reírme a carcajadas. Pero tengo un reloj incrustado en la garganta, que cruje cuando yo lo intento, aagghh, y sólo suena una alarma. El reloj que tengo atravesado, yo quiero gritar pero suena una alarma, me dice que me duerma, que el insomnio es una mentira, pura sugestión, y al rato suena de vuelta, esta vez desde el exterior de mi cuerpo, diciéndome al oído, sin ninguna sutileza, que salga de la comodidad y el calor de las sábanas, de una puta vez. El calendario enfrente, con los cuadraditos pintados con distintos colores, los acontecimientos destacados, y una cruz que tacha los días que pasan, los días que faltan para tener que comprar un nuevo calendario. Y las pilas del reloj, el de la mesa de luz pero también el de la garganta, las pilas se van acabando.

martes, 13 de julio de 2010

Todavía no es invierno

“Me abre la cabeza” me estabas diciendo en ese segundo en que logré entenderte… y yo me preguntaba y quería preguntarte pero me callaba. Me imaginaba un cráneo partido, chorreando sangre, en un arranque de ridiculez tragicómica de los que ya no puedo evitar; me imaginaba también una de esas verdades, que una vez descubiertas pasan a tamizar la realidad modificando la percepción de las cosas de una manera radical, hasta el día que se muere o se las olvida de una vez. Me seguías hablando, más bien moviendo tu boca como si hablases, acompañándote incluso con expresivos ademanes, pero… la comunicación enmudecida. No era silencio, claro; no se si sería algún sonido del ambiente lo que mis oídos percibían, o bien era el timbre que adquiría la propia voz cuando no tenía que soportar el pasaje por las cuerdas vocales y todo ese sistema fonético, cuando no llegaba a fundirse con el aire… la voz interior, como le dicen. Seguías eufórica, balbuceando; yo (como comprendiendo) me reía, tanto que me empezaba a doler la panza, una punzada aguda en el costado del estómago, donde se supone hay un riñón o el apéndice o yo-qué-sé cuál órgano. Cesaba la risa, amainaba el dolor, y vos podías proseguir. Después me acordaba de tu casa de El Palomar, el otoño del ’84, cuando éramos un grupito de mocosos que se creían estar en el punto álgido de la vida y la diversión y las emociones y la democracia. Me vino a la mente, también, cuando tu madre vendió la casa, años después; “ya no se puede estar tranquilo acá, así no se puede vivir”, decía, y tenía razón, pero al mismo tiempo no tenía razón, y menos razón tenía cuando esbozaba lo que para ella hubiese solucionado el asunto. Vos entonces, ahora, me seguías hablando, y yo seguía simulando escucharte, y lo hacía muy bien, con suma cautela, porque no quería ni por asomo molestarte ni lastimarte ni nada, pero es que de verdad, te digo, no lo podía controlar, y así mismo en el instante en que me proponía con firmeza prestarte la atención que te merecías (que era muchísima, infinita) en ese momento me distendía sin poder controlarlo y volvía a la bendita casa y al endemoniadamente mágico otoño. Quizás entonces no significó nada, pero cuando uno mira la vida y los acontecimientos en retrospectiva siempre encuentra cosas que no fueron, cosas que fueron en exceso o que tal vez debieron haber sido más, y también encuentra cortes abruptos en el ritmo, momentos que en el largo plazo marcan un antes y un tal vez inexistente después, cambios radicales en la forma en que se estructura el día a día, que es en definitiva lo que nos permite decir si estamos bien o si estamos mal. Ese otoño hace 20 años, la grabación, la tormenta, las miradas, Laura… todo nos marcó, fue determinante, y tal vez eso es lo que quiero decirte y que tratemos de comprender, ordenar las cosas, buscarle el sentido y la forma de asimilarlo y proseguir, porque yo estoy quedado todavía allá, en El Palomar, y creo que vos también deberías estarlo, y quizás sea eso lo que me revuelve los tiempos verbales, que desarticula la gramática y entorpece la sintaxis… pero, bah, me importa un bledo la sintaxis en este momento, quiero decirte todo y no tengo coraje y por eso me río y asiento y callo. Vos, hablándome de la apertura de la cabeza, y yo con las cadenas asociativas totalmente desamarradas al viento, la percepción exacerbada, pero la lengua -látigo y analgésico- anudada entre los dientes, y unas palabras que se desvanecen en la bruma del amanecer.

jueves, 1 de julio de 2010

Rutina Oscura. ruta.

Mi trabajo implicaba viajar, y el bajo presupuesto de la empresa significaba hacerlo en ómnibus, jamás en avión. Esto no es algo intrínsecamente malo, negativo, despreciable, pero de modo inevitable hacía que mi vida y la de la mayoría de mis compañeros fuese primordialmente eso: viajar. Prepararse la noche anterior, juntar algunas prendas desparramadas por las sillas del departamento y apretujarlas en un bolso, y guardar elementos que siempre presentía me iban a ser imprescindibles, pero que nunca salían de su oscuro reposo: una navaja suiza, cinta de embalaje, un metro de fina soga, inyecciones de cortisona, una lámpara de bolsillo potente, y tantos otros trastos que en mi ingenua osadía, en mis delirantes y ciegos anhelos aventureros imaginaba serían de gran utilidad, salvarían nuestras vidas y proporcionarían ingeniosísimas salidas a sorpresivos contratiempos, pero que pocas veces recordaba su existencia o su potencial necesidad una vez arriba del ómnibus. Y luego el resto: alejarse eternos kilómetros de la capital, incluso hasta allí donde los celulares no tenían señal, arribar puntualmente a destino, cumplir los mandatos, y volver. Y luego de algunos pocos días, volver a prepararse, separar la ropa, guardar los excéntricos objetos…

Los viajes largos tenían otra particularidad que se repetía sucesivamente: las paradas. Siempre cada intervalos regulares, el chofer estacionaba el vehículo en alguna remota estación de servicio, nos hacía descender y avisaba que no íbamos a movernos de ahí por media hora. Entonces, la comitiva descendía prolijamente, íbamos a los baños, nos mojábamos la cara cuando hacía calor, orinábamos y los más valientes iban todavía un poco más allá. Después, ocupábamos algunas mesas de lo que podía ser una prolija confitería con decorado moderno (como los “Esso-shop” de las ciudades, siempre pulcros, siempre iguales, siempre grises), una parrilla que voluptuosamente tentaba los paladares y estremecía hasta las más sólidas voluntades dietéticas, o una taberna que reunía a los trabajadores del pueblo, que después de la cena escapaban de la patrona o de la cama (el agobiante meditar antes de logar dormirse). Tomábamos un café y un tostado, o bien algún crujiente bife, según dónde nos encontrásemos, e incluso los más osados disfrutaban el vino de la casa, que siempre cumple las expectativas y no hiere demasiado al bolsillo. Pasábamos la media hora saboreando los bocados y charlando de cuanto tema alguien propusiese: la sequía en las pampas, la corrupción del gobierno de turno, el juego del puntero del campeonato, los concursos televisivos. Y después, educada y puntualmente, nos parábamos con lentitud, acomodábamos las sillas por debajo de la mesa para dar muestras de nuestros buenos modales, y atravesábamos silenciosamente la distancia que nos separaba del micro, para acostarnos, cerrar los ojos y continuar el viaje.

Esta pequeña distancia, antes de volver a subir al vehículo, era para mí endemoniadamente mágica, sufría y gozaba en silencio, viajaba misteriosamente por rincones poco explorados de mi ser. Sentía el silencio, llenaba mis pulmones de ese aire que siempre es más puro que en las ciudades, y sentía en mis facciones y en mis titubeantes rodillas ese viento que azota con increíble ferocidad en el llano, con contagiosa vivacidad, y luego miraba hacia mi alrededor, donde sólo alumbraban las luces tenues de la estación y los faroles que acompañaban la ruta. El resto era oscuridad, una oscuridad densa y misteriosa, que penetraba en mí hasta estremecerme y aumentar la frecuencia de los latidos de mi corazón, en una sensación indescriptible que era una mezcla de temor, tumultuoso anhelo, fervorosa curiosidad, poderoso deseo de sumergirme y perderme en ella. Allí podía haber cualquier cosa: animales salvajes al acecho, pantanos repletos de lodo, frondosos bosques interminables, planicie verde e infinita. Podía haber peligro, novedad, o posiblemente nada. No importaba lo que albergase esa oscuridad, lo que importaba era justamente su carácter de oscuridad: de desconocido, de indescifrable, imposible de asimilar a través de la vista. Misterioso. Y en mi enajenante rutina esa cualidad era la que me atraía ferozmente, me hacía vibrar de modo imperceptible mientras me dirigía al micro: a la luz, a lo seguro, al prolijo cronograma, al destino pautado. Lo otro, lo que estaba un poco más allá, quedaba inexplorado, y mi corazón latiendo ferozmente, aturdiéndome por algunos minutos.

Tuvo que pasar un largo tiempo para darme cuenta por qué guardaba esos cómicos objetos (cómicos para un viaje en micro a un centro industrial). Sólo me preparaba, ensoñado, para abordar algún día la oscuridad.

martes, 22 de junio de 2010

Narrar

“Narrar, decía mi padre, es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad.”

“Si la literatura no existiera esta sociedad no se molestaría en inventarla. Se inventarían las cátedras de literatura y las páginas de crítica de los periódicos y las editoriales y los cocktails literarios y las revistas de cultura y las becas de investigación, pero no la práctica arcaica, precaria, antieconómica que sostiene la estructura.”


Ricardo Piglia, en "Prisión Perpetua"



(La primer metáfora camina igual -o mejor- con el truco. Quizás porque juego al truco y no al póker)

jueves, 17 de junio de 2010

La Nación asedia

Mi primera impresión fue contundentemente falsa. Fabulé con un millonario asalto, una organizada banda de delincuentes, o incluso un camión repleto de empanadas: desde mi cómodo e itinerante asiento todo era posible, y en la esquina en que me encontraba detenido había una casa de comidas. Pero no, no era nada de eso. En realidad, era una escena cotidiana (sucedía todas las madrugadas) pero yo nunca antes la había presenciado. Un camión repleto de hojas y hojas impresas proveía los diarios a los kioscos de la zona.

No me preocupé mucho al respecto, más bien me alegré de por fin haber presenciado un acto semejante, algo tan común y entendible (¿cómo podían llegar los periódicos a los kioscos más que en camiones de madrugada?), pero a la vez tan invisible (juro nunca antes haber visto la entrega en vivo). Creo que es normal: siempre regocija presenciar por primera vez algún pequeño fragmento de realidad, aunque sea algo que se sabe siempre sucede. El placer y el misterio de lo nuevo, lo desconocido. Y por qué negarlo: claro que amplificado en este caso por la conciencia alterada, o estimulada.

Proseguí mi camino tranquilamente, pero, a los pocos kilómetros, otra vez. Y esta vez, quizás ayudado por el estado en que me encontraba, vislumbré el asunto desde una perspectiva completamente distinta, tal vez pueda decirse que me di cuenta de lo que realmente estaba sucediendo. Otro camión apareció enfrente de mí, otro camión de “La Nación”. Supuse que seguro habría cientos y miles más, recorriendo todo el país. Prudentemente (o tal vez, por el contrario, muy imprudentemente), comprendí: una procesión de camiones entrenados, repletos con los diarios, se movía cronometrada y ordenadamente por toda la ciudad, cubriendo todos los barrios, hasta el más recóndito rincón. Noticias amarillas (tal vez falsas, exageradas, deformadas), informaciones triviales, discursos liberales sobre la bolsa, el comercio, y las importaciones, miedo, inseguridad, índices preocupantes en todos y cada uno de los rubros estadísticos… acompañado todo de imágenes sensacionalistas, infografías ambiguas, y otros detalles necesarios. Todo invadía los kioscos, los “otros” medios y las mesas de los vecinos. Criminalización de la pobreza, agravios contra la educación pública, la salud pública y todo lo que represente un estado que no sea mínimo, reclamos y movilizaciones populares pintadas como haraganerías, caprichos y contravenciones, ideales de “consenso” y “diálogo” que pretenden negar el conflicto social y la desigualdad, críticas chabacanas a toda alternativa al menos progresista, rebosantes odas al consumo y al progreso, pretendiendo que el primer mundo es un ejemplo y no el principal beneficiario del subdesarrollo.

En fin, lo mismo de siempre (y tanto más). Pero ahora lo visualicé envasado por millones y penetrando por la noche, subrepticiamente, en los huecos más vulnerables del imaginario social.

miércoles, 9 de junio de 2010

Árboles



Las hojas y el viento

Un intermitente parpadeo, como anonadado, como quién no comprende bien (pero trata de hacerlo). Un fatigado bostezo rebosante de hastío, de una incomodísima, indeseable e inevitable indiferencia ante lo que rodea: una hoja (marrón amarillenta, de las que crujen) que recién fue desprendida de la rama que la cobijaba (pues es otoño) y que ahora naufraga por el tiempo según los designios del viento (“así es la vida”). Lo curioso del asunto resuena: el viento es el encargado de controlar el tiempo de un ente (la hoja) a su tiento y sin obstáculo. En algún momento, el viento se aburrirá o bien se quedará sin fuerzas, se agotará, y entonces la indefensa caerá desplomándose, dibujando un irregular vaivén en el aire, hasta posarse rendida en el suelo. Y allí sí será la hora de que un alguien (un inocente transeúnte, un auto) la pise sin intención de hacerle daño, pero destrozándola, deshaciéndola, quitándole cualquier rastro de integridad. Ya no será más una hoja.
No es más que eso: ser regido y pisoteado por la circunstancia (el viento, un zapato) o bien dejar de bostezar, fijar la mirada en un punto y, sin parpadear, moverse hacia ahí arrasando con todo, teniendo el viento que desplazarse hacia los costados, notándose la vibración en el aire, porque un hombre decidido camina.


Pero debe ser rápido, antes que la circunstancia ahogue (robándole la hoja al árbol y enterrándola, enterrándonos).

viernes, 28 de mayo de 2010

Cuidado con la costumbre

La cotidianeidad como fuerza abrumadora que detiene el cambio. El acostumbramiento que inhibe el desarrollo de todas las posibilidades, las más ricas y las más oscuras. Puede intuirse que algo no anda bien (puede incluso tenerse la certeza) pero la comodidad y la tranquilidad de “lo de todos los días” paralizan hasta la lengua. Saber que tal persona va a estar ahí, aun despreciada, acostumbrada; saber que ese dinero va a entrar en la cuenta a fin de mes, cualquiera sea el costo, cualquiera sea la pérdida; saber que cumpliendo con determinados requisitos, satisfaciendo expectativas puntuales, entonces tal resultado será obtenido, tal reconocimiento concedido. En definitiva: saber que el mañana será previsible a partir del hoy.

Todo aquello, esa perezosa y cobarde rutina es la que más eclipsa a la hora de tomar decisiones. Destiérresela: apréciese el hecho de que mañana pueda ser radicalmente distinto a hoy, valórese la transformación, la mutación, el descubrimiento, aunque la vida pierda esos pilares que parecían ser tan firmes, tan seguros.
Tan repugnantemente previsibles.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Mañana de noche

Ahora la visión es clara (¡por fin!). Amanece en la ciudad; imagen tan hermosa como deprimente. Los edificios, orgullosamente grises, son espectadores de lujo. Sexagenarios madrugadores se regocijan nostálgicamente o se indignan repugnados ante la nueva e impúdica juventud (su percepción seguramente dependa del caudal de vida que haya traspasado sus poros, cuando podían). También hay comerciantes mañaneros que no escapan al delirio y al frenesí.

Ahí no más, a pocos metros, en plena avenida, una batalla. Musculosos, ensangrentados, pequeños y ágiles hombres comienzan una pelea, primero puños y patadas, se agregan palos encontrados casi por azar, y multiformes cascotes terminan zumbando el aire, en una y otra dirección, en miles de direcciones.. ¿Cuál puede ser la causa? Una ardiente mujer que conquistó dos almas en simultáneo, una mirada demasiado prolongada, un andar titubeante que en sus pasos confundidos se topó con el brazo o la pierna de algún temerario ansioso de conflicto. Puede originarse así, o de cualquier otra manera. Y… ahora también vuelan botellas, que estallan en mil fragmentos al chocar con el suelo, o bien cuando un certero lanzamiento acierta en la cabeza del contrincante, o por qué no, la de un aliado. Atraviesan el aire patadas voladoras que lastiman más al ejecutor que al objetivo, cuando llega a embocársele. Vibran en el ambiente irrepetibles improperios, buscando salvar un honor atravesado por el aguijón, queriendo imponer la impronta del ganador, o simplemente cumpliendo con lo que se espera de ellos, con lo que se cree que se espera de ellos.

Me alejo, y a algunos metros, dos señoras: “Y claro, con Montoneros en el gobierno…” Qué tendrá que ver, pienso. “Tendría que venir la policía y meterlos a todos presos” Bueno, señora, hay algunos problemitas antes, problemas en la base. “Qué cárcel?.. Hay que matarlos a todos” “Repugnante fascista” escupo.

Prosigo mi rumbo, antes de escuchar la respuesta (que se va a hacer esperar, pues se quedó congelada) me concentro en otros asuntos. También se ven, todavía, esos muchachos a quienes tocó perder, y lanzan el último tiro de la noche buscando salvarse de la tormentosa soledad que los espera. Pocos lo logran, y el espectáculo es una tragicomedia. Sus labios se mueven como hablando otro idioma, sus ojos imitan animales exóticos, la sangre ya invadiendo la retina, sus bocas modulando exageradamente, dibujando grotescas caricaturas. Su zigzagueo marea al público, las presas ya están avisadas… fracasan también.

Puedo seguir unas cuadras también, pero me detengo en un cantero, donde hay menos ruidos humanos y cantan los pájaros mientras se afianza el amanecer. Me acomodo lentamente, el duro ladrillo que a esas horas parece almohada de plumas. Te abrazo, rodeo todo tu tronco con mis largas extremidades, aspiro profundamente y cierro los ojos. Se apagan las luces del Sol, y me duermo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Extravío

El día de hoy fue, cuanto menos, extraño. Algún extravío tuvo lugar cuando los tragos. Es tan innegable como irrecordable. Paradójico, lo sé. A estas alturas todo debería serlo: paradojas que mueven, empujan, golpean, aceleran y dan sentido.


En aquel tiempo debió haber sido una luz (o tal vez, una mirada) aquello que distorsionó y dio la pista de que algo no andaba demasiado bien. Pero luego, pasado un rato, tras el oscilante movimiento, la evidencia fue notable. Primero una ruta eterna y curvada, una avenida céntrica que, repleta de carteles informes y abrillantada por las luces de neón, subía hacia el cielo y se perdía entre las estrellas. Algunos la transitaban. Luego los verdes se mezclaron con los azules, los blancos y los negros se volvieron un gris borroso, que hacía llenarse de agua a las cuencas de los ojos. El movimiento (que yo ya no controlaba, e incluso creo haber nunca controlado) tornaba a la escena que contemplaba demasiado confusa, no podía asimilar lo que se me presentaba, y tras un repentino dolor en la sien, me dormí, inexplicablemente.


Desperté fuera de mí: dentro de unos ojos ajenos que me observaban, cada paso, cada ademán, cada palpitación. Comencé a sentir cómo este personaje extirpaba todo lo que rondaba por mi mente, y se apropiaba de ello.

lunes, 26 de abril de 2010

martes, 13 de abril de 2010

El café está más allá (Parte II)

...

Marcos estaba a punto de salir de su casa, completamente desahuciado ante la carencia de cafeína en sus venas o ante la falta en su mañana del sublime acto de tomar café en la tranquilidad de la mañana. Fue entonces que lo inesperado ocurrió. Cediendo ante un inexplicable ataque de locura y desconsideración, el muchacho hizo la vista gorda ante su reloj, cerró su mente al futuro castigo, a las consecuencias del desatinado paso que estaba a punto de dar, y volvió a calentar el café, que había sido invadido por la frialdad otoñal del ambiente. Al sonar el perturbador pitido del microondas, retiró la taza con suma cautela y endulzó su brebaje con una precisión y una dedicación admirables, revolviendo luego con ferviente entusiasmo, realmente inmiscuido en la tarea, procurando logar una solución perfecta, el punto justo de azúcar y la incipiente espuma en su máximo esplendor. Puso en ese acto tal concentración que ni siquiera soslayó la cantidad de vueltas que cumplía el segundero del reloj, colgado pocos centímetros al costado del horno microondas. Preparó ese café con verdadera pasión, nadie puede negarlo.

Todavía perdido en el inextricable frenesí, Marcos transportó la taza hacia su cuarto, y se sentó sobre la silla que reposaba frente a la ventana. Entonces comenzó a beber, empinando la taza con cautela, mientras contemplaba el exterior, el ominoso gris del cielo que se mezclaba con la triste palidez de los edificios, algún extraviado pájaro que todavía cantaba y chisporroteaba entre las ramas, que poco a poco dejaban ir esas hojas que tanto esplendor habían sabido darles, pero que en su inevitable marrón amarillento ya sólo incrementaban la nostalgia del paisaje. Mientras se perdía en esta bruma, saboreaba las semillas tostadas que quemaban su lengua, encerraba cada sorbo en su boca imbuyéndose entero de ese pequeñísimo placer. El tiempo se detuvo para él, continuando su embriagador desayuno y diluyéndose en la melancólica escena, vagando sin rumbo entre recuerdos poco precisos que disparaba la percepción de sus ojos.

Podría haber permanecido en el letargo por incontables horas (el tiempo, de verdad, se había detenido) pero el zumbido altisonante de su teléfono celular lo devolvió al universo en que solía moverse. La pantalla mostraba el nombre del osado interruptor: Jefe Tronatti. No decía Pedro Tronatti, decía Jefe Tronatti. Marcos quería tener bien claras las jerarquías y las volcaba en su agenda electrónica, reforzándolas, casi orgulloso de su condición de empleado. Con la misma mirada, Marcos se percató de la hora que era. Cundió el pánico, su cuerpo entero se paralizó primero, y luego empezó a temblar frenéticamente, mientras las manos trataban de manipular el aparato, mientras su mente (nuevamente en blanco, pero en un blanco desesperante y aterrador) buscaba alguna manera de explicarse o explicarle lo que había sucedido. Comenzó a escuchar sus propias palpitaciones, los objetos se tornaban difusos, su garganta se endurecía y le ardía anudada por el miedo, la piel de todo su cuerpo empalideció y su presión arterial comenzaba a descender vigorosamente. De pronto, el sonido se detuvo. El silencio. Sus pies volvieron a posarse sobre suelo firme, su cerebro muy de a poco comenzó a procesar algo de información. Pero no hubo tiempo, ni de asimilar por completo la situación ni de elucubrar alguna explicación, alguna razón o alguna excusa.

En su cuarto, Marcos tenía una pequeña radio metálica, que pocas veces escuchaba, pero completaba con elegancia la decoración. Ésta solía hacer interferencia (incluso apagada) cuando otros aparatos electrónicos entraban en funcionamiento. Marcos lo sabía, y por eso, la aguda vibración que emitió la radio anunció la tragedia inevitable. En ese instante, una inmensidad de luces sin origen ni destino se encendieron en los ojos del desamparado hombre.

Cuando sonó el primer timbrado del recurrente teléfono, Marcos no lo soportó.


Después, la oscuridad.

El café está más allá (Parte I)

Para Marcos ésa era una mañana como cualquier otra. El despertador sonó puntualmente, como todos los pronósticos indicaban, y él se tomó una traviesa atribución -que estaba contemplada en el cronograma-, corriendo la aguja unos minutos hacia delante y robándole unos minutos a la vigilia, regocijándose con esa pequeña batalla ganada a los trajines futuros. Un rato después, el despertar fue inevitable y necesitó de la templada lluvia que, regulada a su antojo, rasguñó con cariño su espalda, penetró prolijamente por sus poros faciales y peinó hacia atrás su cabello, logrando finalmente reavivar sus cinco sentidos. Su abnegación tenía un límite y no volvió a la cama; comenzó el día con la clásica apatía, esa melancólica indiferencia que es entendible en cualquier ser humano.

Todavía Chronos estaba bajo su control: podía realizar todas y cada una de sus tareas matutinas sin poner en riesgo la puntualidad, que era exigida por los jefes bajo amenazas de reducciones salariales, pero que a su vez había logrado instalarse en su conciencia como algo completamente razonable, una regla que debía seguirse sin posible rechazo, porque así lo marcaba una fuerza incuestionable que algunos encasillaban como “moral”, porque el cumplir con las obligaciones era una muestra de su dignidad y respetabilidad como persona, o simplemente porque la costumbre lo dictaba y ésta no era interpelada con frecuencia ni mucho menos con facilidad. Marcos no corría riesgo, Marcos estaba tranquilo, Marcos preparó cuidadosamente un envidiable desayuno: el café recién hecho, su aroma invadiendo apaciblemente toda la cocina, el rojo ardiente de la tostadora endureciendo las rodajas de pan, para que éstas sean untables con más facilidad, y para que su textura cruja ruidosamente al ser mordida… las partículas deshaciéndose y pinchando suave y amigablemente contra el paladar, mientras la mermelada revoloteaba presurosa batiéndose en la boca entera, que se relamía y se saboreaba y estallaba de placer. Los ojos se cerraban como un acto reflejo, para que la atención pueda ser focalizada en esas glándulas que estaban captando los voluptuosos jugos de la fruta, y todo lo que ellos significaban.

Pero entonces Marcos derramó el café, toda la mesada y hasta las blancas paredes se tiñeron de un marrón amenazante. Con los ojos ya abiertos, refunfuño e insultó en voz alta, lamentó que su efímero momento de placer haya sido interrumpido por un descuido tan estúpido, y se entristeció al aceptar que su relajado desayuno (su refugio de paz en las ajetreadas mañanas de temporada alta) iba a ser reemplazado por una apurada velada, debido al tiempo que perdería con la inevitable limpieza. Eso hizo el muchacho: mojó un harapiento trapo en la pileta, y comenzó a fregar intensiva aunque velozmente la mesada y la blanca pintura (¡quién lo había mandado a decorar de blanco esa cocina!). Realizó una labor irreprochable, contempló sonriendo la renovada pulcritud del ambiente, observó temeroso el reloj y se encontró ante el indeseado dilema.

Ahora sí, después del exabrupto, su situación era complicada: para alcanzar el tren de las 7:58, debía salir dentro de nueve minutos, y considerando que todavía debía pasar por el baño, afeitarse, peinarse y lavarse los dientes, eso significaba no tomar su renovador café de la mañana. Volvió a lanzar su descontento contra el cielo, pero el techo de madera que se interponía entre ellos (Marcos y el cielo) pareciese haber rebotado los reproches, porque un súbito y fulminante descontento recorrió su cuerpo entero, y toda la responsabilidad de los acontecimientos cayó sobre su persona como una mochila llena de plomo: no podía culpar a nadie (o nada) por el derrame de su taza, él era el único, innegable y verdaderamente idiota culpable de lo sucedido. Marcos emprolijó su tez con desgano, masticando rabia, y finas lágrimas humedecieron sus pómulos mientras deslizaba las navajas sobre su incipiente barba, con una violencia muy desconsiderada hacia su belleza facial, si podía hablarse de tal.

...

martes, 30 de marzo de 2010

Breves reflexiones sobre la escritura

Me preguntaba sobre lo que es escribir. Simplemente, qué es lo que hace que yo, pudiendo hacer cualquier otra cosa, agarre una birome, el cuaderno de la mesa de luz, y trate de llegar a algún lugar.

Descarto, sin animarme a desvalorar, aquella que sería la respuesta más fácil, más supuesta y aceptada por el observador: la escritura como ejercicio lúdico, malabar de vocablos y puntuaciones procurando entretener o embellecer. No es éste el caso, pocas veces lo es.

Se trata de otras cuestiones. La primera, quizás también frecuentemente mencionada (no por ello menos loable) tiene que ver con un aspecto fundamental de cualquier arte: escribir es canalizar, vomitar sensaciones y sentimientos que muchas veces oprimen hasta el colapso, y que sólo al convertirse en palabras o historias pueden permitir que el aire fluya con (un poco) más libertad. También ocurre con las ideas: aquellas que circulan incansablemente, como calecita eterna, y ocupan todo el espacio con su magnitud y su firme convicción: nuevamente requieren ser transportadas, fijadas, para así liberar un poco los circuitos cerebrales. Cuando no sucede así (es decir, cuando no son escritas) las ideas grandes, las más trascendentes, pueden empezar a aparecerse entre los granos de arroz, nadando y saludando desde la copa de vino, esquivando autos por las calles, atormentando el sueño o directamente martillando ferozmente los oídos a toda hora y en todo lugar. Por eso es mejor liberarlas. Lo que es, paradójicamente, apresarlas en un texto y cercenar toda su volatilidad.

Otro asunto en relación; idea que me estuvo molestando las últimas horas y que, como suele suceder, no puede jactarse de una total autenticidad sino que es más bien exégesis propia de las ideas de otro. La escritura como medio de apropiación del mundo. Ratificación de la cualidad viviente del sujeto, habitante de un universo puntual, a partir de la asimilación y la fijación de dicho universo. Repetición, intento de explicación de lo que sucede, y al mismo tiempo creación de un nuevo fragmento de “realidad”. Imitación e innovación, repetición y creación en una firme oposición que es a su vez complementaria. Dialéctica, podrá decir algún hegeliano. Un decir: “Yo participo de este mundo. He aquí la prueba”. Reflexión y acción, influencia del medio en uno y posible modificación del entorno a partir de la propia actividad de la o las personas. Me es difícil explicar mucho más, ser más claro; vendría a ser algo como “yo creo que esto sucede así. Lo escribo. Si no es cierto que así sucede, al menos lo es que así lo creo yo”.

Y una última respuesta (al menos provisionalmente), y obviamente en íntima relación con las anteriores: la escritura como búsqueda. Intento por entender algunas cosas que son, cosas que pasan en nuestro interior, cosas que podrían o deberían pasar, y también intento por asimilar lo que sucede allí afuera, ese mundo en el que yo participo (y que puedo afirmar, pues lo explico). Búsqueda de certezas mediante vacías palabras. Intento desesperado por encontrar caminos transitables mediante los enmarañados e impredecibles vaivenes de la cursiva.
Ejemplo: tratar de comprender qué significa escribir.

martes, 23 de marzo de 2010

La elevación y su costo

Elevarse tiene su costo. Y yo estoy sintiendo las dos elevaciones sucesivas. Lo más inmediato ya lo pagué, pero todavía me quedan las perpetuas consecuencias. Y la memoria, que jamás recuperaré, a no ser que alguien (omnipotente y benévolo, como el dios cristiano) me ilumine desde el exterior. Hasta entonces, sólo la leve sospecha de haber deambulado por el misterio, y la grata certeza que albergan mis pies: certeza de haberse deslizado, con parsimonia, algunos centímetros por sobre el nivel del suelo.

Qué gané entonces? No lo sé, pero creo ganar algo, por eso sigo asumiendo los riesgos. Por eso acepto los destronadores golpes, que son más feroces cuanto mayor es la altura alcanzada. Estoy lleno de moretones, y sin embargo lo volvería a hacer ahora mismo (si tuviese la posibilidad) y de seguro volveré a hacerlo pronto. El cuerpo será el principal damnificado, pero el espíritu soberbiamente gratificado.

Y llegará un día, tal vez, en que el desenfoque será eterno, se distorsionarán infinitamente todas las luces, y el viento y la lluvia y los más dispares olores se alborotarán todos adentro mío. Y en la tempestuosa confusión de los caminos, en el irrefrenable deseo de moverme hacia ningún lugar, tal vez allí, encuentre mi ruta.

martes, 16 de marzo de 2010

lunes, 15 de marzo de 2010

¿Hacia dónde?

¿A dónde vamos? La pregunta azota furiosamente, golpea hasta desangrar, increpa hasta el hartazgo, insiste tanto que desespera. El sujeto de la pregunta puede ser cualquiera; ¿a dónde vamos como sociedad?¿como país?¿como continente?¿como mundo?¿como especie? Son muchas preguntas, pero con un moderado esfuerzo simplificador pueden englobarse en la misma cuestión, que es la cuestión del futuro. Ese tratar de descifrar hacia qué ignoto paraje se dirige la historia. Tratar de intuirlo acaso, vislumbrar cierta huella, remota posibilidad de redención. Pero los esfuerzos suelen ser vanos, y el resultado termina siendo una mayor incertidumbre, mayor y más firme conciencia sobre lo alocado que se ha vuelto todo.

Preguntas que se hacen no sólo en la soledad del insomnio (aquél que está relacionado directamente con las preguntas, aunque todavía no sé si es la causa o la consecuencia, pero seguro actuando en una retroalimentación fulminante) sino también en la discusión con el otro. Catarsis colectiva, discusión que puede implicar también la consideración del pasado y la problematización del presente, pero culminando siempre en hipótesis insustentables sobre lo que vendrá. Gratificación al sentirse acompañado en la búsqueda, en la inquietud, pero decepción al ni siquiera atisbar un haz de luz. Intentos por creer (creencia necesaria para la acción, que suele ser la –lamentable- principal ausencia en este asunto) que se derrumban apenas nos damos cuenta que su estructura se basa en la fe, que la esperanza o la ilusión no son suficientes para la convicción.

¿Qué es este escepticismo?¿”Espíritu de época”?¿Resultado del burdo manoseo en los últimos años? Manoseo inescrupuloso de la política, de la dignidad humana, de la comunicación y un largo etcétera ¿Negligencia ajena o dejadez propia?¿Ambas?

De lo que quiero convencerme –y poco a poco creo hacerlo- es que las respuestas no van a surgir en la desesperante y solitaria fabulación individual, sino de la indagación colectiva, del preguntarse con otros, de la discusión en sociedad. De la acción, aunque deba ser sustentada en estructuras de arena. Aunque la conclusión pueda ser, tal vez, la certeza de lo irreversible.

sábado, 6 de marzo de 2010

miércoles, 24 de febrero de 2010

Particular en su especie

Yo estaba tranquilamente sentado, activo y pasivo a su vez, trabajando pero contemplando, tensando la red en su justa posición mientras respiraba ese aire matutino, sólo asimilable y apreciable en todo su esplendor cuando el Sol asoma en el horizonte. Y sí, el Sol asomando por el horizonte, dispersando su luz entre las partículas del agua, haces divergentes que llenan el espacio pero terminan siempre convergiendo en mis pupilas, encandilándome, ojos lagrimosos pero sonrisa conmovida. Y sí, qué imagen tan bella, tan placentera, y a su vez tan repetitiva y casi vulgar quizás porque no soy un buen poeta. Pero en mi caso, así era todas las mañanas: la repetición no era descuido de la luenga sino mero reflejo de una realidad que no me cansaba. Hace varios años ya que sucedía así, cuando el clima lo permitía (casi siempre lo hacía, él, solidario) y la rutina era tan simple como enriquecedora. Levantarse antes del alba lo que vale no es el día, el Sol está, no es de papel, es de verdad, frugal desayuno y hacerme a la mar y te quedás con tu rutina con mi velero y la caña y la red. Así sucedía, y algunas horas después del mediodía cambiaba mi trabajo en el mercado, o un rato antes cuando la buena racha, cuando anzuelos sabrosos, cuando pocos pescadores y muchos peces. Ése era mi salario, mi jornal, mi forma de “ganarme la vida”, que en realidad, si lo pensamos bien, “ganar la vida” no es más que ganarle al tiempo, porque decían, allí donde vivía yo, que al tiempo se le puede ganar. Claro, se le puede ganar en el mar. Como si la corriente fuese el tiempo (eso que nosotros llamamos tiempo) y remando ferozmente contra las olas el hombre pudiese remontar el potente océano, y con eso detener el avasallante apremio, lacerante conciencia de que hay una fuerza que empuja hacia delante y no puede retornarse, noción que hoy albergo firmemente y que mañana será sólo nostalgia, el tiempo la va a ensombrecer y difuminar sus contornos un dibujo destruído. Yo hablaba de ganarle al tiempo. Pobre ingenuo, o pobre sabio, según quién observe. La cuestión es que esas mañanas, yo creía ganarle al tiempo, creía ganar la vida, creía ser feliz. Sospechaba que el sentido podía encontrarse allí (había tenido esa sensación previamente, el fantasma tuyo, sobre todo) y por eso sonreía. Cuando todavía era de noche, y por incognoscibles designios de la casualidad yo ya estaba navegando, aprovechaba la ventaja que tenía sobre mis competidores (otros pescadores, simplemente, sanos competidores, casi camaradas) y anclaba en alta mar. Me zambullía en el agua salada, oscura y misteriosa que me recibía pueden venir cuantos quieran, serán tratados bien y me albergaba en su seno, mostrándome que de noche y en el agua, todas las ideas que yo creía tener sobre la física y la gravedad y la luz y el movimiento y la gramática eran patrañas. Que en el agua estaba el origen de la vida (creía haber leído algo así) un hada se miraba en el lago a la mañana y también, algo así como la fuente de la verdad. Entonces nadaba un rato, claro que ojos cerrados, tomando aire cada tanto, y mi cabeza dejaba un poco de pensar y se dejaba llevar por el cuerpo, que en realidad estaba siendo regido por el agua, y yo sentía el agua pero no la pensaba y tampoco me fijaba en mis movimientos, en lo ridículo o elegante que podía verme extendiendo los brazos hasta que se besen las caras dorsales de mis manos, luego abriéndolas formando una semi-circunferencia verdaderamente imperfecta, mientras mis piernas hacían otros movimientos estrafalarios e inexplicables que pretendían ayudarme en el impulso hacia ningún lugar. Al rato emergía, abría los ojos, y ondulaba horizontalmente sobre esa finísima capa de agua que reposa sobre el agua (agua sobre el agua), que es atravesable mediante cualquier punta filosa, pero que ahora me soportaba como una plancha de acero Ella quería volar junto al cisne hasta el mar. Y abría los ojos –todavía era de noche, fría y oscura noche- y miraba las estrellas, luceros imponentes que en esa densidad me parecían más bellas que nunca. Comprendía el orden que representaban, el equilibrio que signaba su presencia. Yo era sólo un pequeño puntito, insignificante en esa inmensidad que era el océano, que era sólo una pequeña porción de esa otra superficie interminable compuesta por muchos océanos y muchas tierras y para ella el Sol nunca volvió a brillar que a su vez conformaba una masa enorme con forma de pelota achatada en sus extremos, que giraba junto con otras pelotas alrededor de otra gran pelota amarilla y refulgente y más grande (que un día dejará de ser amarilla, porque va a explotar, dicen) y que todo este sistema fácilmente cronometrable y previsible en sus movimientos y hasta en sus catástrofes, era ínfimo comparado con los miles de sistemas y los millones de astros y las infinitas estrellas que veíamos en el cielo y tal vez esperé demasiado, quisiera que estuvieras aquí. Pelotas, anillos, sistemas, manchitas de luz en el cielo y yo rodeado de agua dándome cuenta que no era nada. Y todo eso pensaba, y muchas cosas más, y mucho menos también. Y volvía al barco, respirando límpido oxígeno, aspirando esas raras partículas que sólo se generan al amanecer, como diminutos panaderos que hacían picar un poco dentro de la nariz pero que no perturbaban. Y entonces amanecía. Y yo iría a trabajar esa mañana solamente muero los domingos, después cambiaría los pescados en la plaza, comería algo y me sentaría en la tranquilidad de la orilla, alejado del pueblo. Iba a tomar unos largos tragos de ese whisky barato (barato porque unas pocas botellas debían alcanzar para toda la semana), whisky que afluía las ideas pero deshilvanaba las palabras. También prendía el viejo pasa-casetes, y descansaba y escuchaba las músicas, y el whisky y las ideas y las letras se entremezclaban al recordar(te), y yo creía entender todo (aunque entender todo significase saberse nada) pero cada vez entendía menos, y otros tragos de whisky, y silencio y minutos e incluso horas, y todo se revolvía más, los recuerdos de ese día y de esos días, y la música y los tiempos verbales, y ya ni entendía si esa vida la había vivido esa misma mañana, o si había ocurrido en otros tiempos tiempos pasados remotos tiempos, y otro trago más la música que seguía sonando, tu imagen, las olas insistentes contra las rocas, y la letra seguía cantando y la otra letra seguía fluyendo y mezclando cantaban las furiosas bestias, libertad libertad los párpados que ya pesaban, pujaban como telones cuando el director decide el fin, y

__la música se iba desvaneciendo casi sin que yo lo notase, los recuerdos


________y el mar y las manchitas de luz llovían y

___se evaporaban hasta que por suerte vos


__________también te esfumabas


_____________y al fin me acercaba por un rato a la nada


_______que


__________es nada cuando ya


______no


____________hay



_____música

lunes, 15 de febrero de 2010

¿Dónde están?

Reencuentro infernal. Tan añorado como temido, necesitado pero forzado. Demasiado volitivo, poco espontáneo. Quizás así debía ser (quizás de otra forma no podría haber sido). Tal vez todo esto sea un error. Pero ya es.

De aquellas cataratas imponentes de ideas, que antes no encontraron lugar en el papel, apenas sobrevivieron lánguidos charcos, que en su ligereza sólo logran reflejar mi deprimente rostro actual, perdido y decepcionado con sí. Quise guardar todo aquello en la memoria, que puede ser el más estimulante de los archivos, pero también puede ser tremendamente frágil. Y así fue: esas pasadas futuras creaciones se evaporaron en su mismo camino al cielo, sin llegar nunca a diluvio o tormenta, ni siquiera persistente llovizna. Se negaron a sí mismas, y ahora sólo nostalgia, pantanosos fangos que pretendieron poder ser manantiales.

Se perdió mucho con esta amnesia. El exiliado jamás pudo volver a su patria (el pecho colapsado de titubeantes recuerdos y lacerantes auto-reproches), ni pudo ser feliz –un ratito si quiera- ese barbudo violero que recorría subtes y trenes, con su criolla cantándole al amor y a la miseria y él acompañando, buscando zapando, sin comprender muy bien qué era lo que buscaba, cantando zapando. Tampoco pudo concretar ese tipo cuarentón, que estaba por darse cuenta de lo absurdo que era todo. Esa mujer errante no pudo describir sus emociones, la oscuridad que ella había invadido pero que la había penetrado, la imponencia que con eso sintió, y todo lo que podía cambiar en la vida de una persona un fuego que ardiese en todo su esplendor, naranja amarillento que oscilaba con el viento en los kilómetros de negrura.

Éstas y tantas otras, aun nimias o intrascendentes para que el universo siga funcionando, historias que creyeron ser historias y no llegaron a ser, por dejadez o cobardía. Puede que algún otro les devuelva su corporeidad, que en la densa inminencia creyeron ser esenciales, pero nunca se concretaron. Pero puede que no, puede que se pierdan para siempre, y eso es lo que lo hace infernal.