miércoles, 9 de junio de 2010

Las hojas y el viento

Un intermitente parpadeo, como anonadado, como quién no comprende bien (pero trata de hacerlo). Un fatigado bostezo rebosante de hastío, de una incomodísima, indeseable e inevitable indiferencia ante lo que rodea: una hoja (marrón amarillenta, de las que crujen) que recién fue desprendida de la rama que la cobijaba (pues es otoño) y que ahora naufraga por el tiempo según los designios del viento (“así es la vida”). Lo curioso del asunto resuena: el viento es el encargado de controlar el tiempo de un ente (la hoja) a su tiento y sin obstáculo. En algún momento, el viento se aburrirá o bien se quedará sin fuerzas, se agotará, y entonces la indefensa caerá desplomándose, dibujando un irregular vaivén en el aire, hasta posarse rendida en el suelo. Y allí sí será la hora de que un alguien (un inocente transeúnte, un auto) la pise sin intención de hacerle daño, pero destrozándola, deshaciéndola, quitándole cualquier rastro de integridad. Ya no será más una hoja.
No es más que eso: ser regido y pisoteado por la circunstancia (el viento, un zapato) o bien dejar de bostezar, fijar la mirada en un punto y, sin parpadear, moverse hacia ahí arrasando con todo, teniendo el viento que desplazarse hacia los costados, notándose la vibración en el aire, porque un hombre decidido camina.


Pero debe ser rápido, antes que la circunstancia ahogue (robándole la hoja al árbol y enterrándola, enterrándonos).

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