martes, 13 de julio de 2010

Todavía no es invierno

“Me abre la cabeza” me estabas diciendo en ese segundo en que logré entenderte… y yo me preguntaba y quería preguntarte pero me callaba. Me imaginaba un cráneo partido, chorreando sangre, en un arranque de ridiculez tragicómica de los que ya no puedo evitar; me imaginaba también una de esas verdades, que una vez descubiertas pasan a tamizar la realidad modificando la percepción de las cosas de una manera radical, hasta el día que se muere o se las olvida de una vez. Me seguías hablando, más bien moviendo tu boca como si hablases, acompañándote incluso con expresivos ademanes, pero… la comunicación enmudecida. No era silencio, claro; no se si sería algún sonido del ambiente lo que mis oídos percibían, o bien era el timbre que adquiría la propia voz cuando no tenía que soportar el pasaje por las cuerdas vocales y todo ese sistema fonético, cuando no llegaba a fundirse con el aire… la voz interior, como le dicen. Seguías eufórica, balbuceando; yo (como comprendiendo) me reía, tanto que me empezaba a doler la panza, una punzada aguda en el costado del estómago, donde se supone hay un riñón o el apéndice o yo-qué-sé cuál órgano. Cesaba la risa, amainaba el dolor, y vos podías proseguir. Después me acordaba de tu casa de El Palomar, el otoño del ’84, cuando éramos un grupito de mocosos que se creían estar en el punto álgido de la vida y la diversión y las emociones y la democracia. Me vino a la mente, también, cuando tu madre vendió la casa, años después; “ya no se puede estar tranquilo acá, así no se puede vivir”, decía, y tenía razón, pero al mismo tiempo no tenía razón, y menos razón tenía cuando esbozaba lo que para ella hubiese solucionado el asunto. Vos entonces, ahora, me seguías hablando, y yo seguía simulando escucharte, y lo hacía muy bien, con suma cautela, porque no quería ni por asomo molestarte ni lastimarte ni nada, pero es que de verdad, te digo, no lo podía controlar, y así mismo en el instante en que me proponía con firmeza prestarte la atención que te merecías (que era muchísima, infinita) en ese momento me distendía sin poder controlarlo y volvía a la bendita casa y al endemoniadamente mágico otoño. Quizás entonces no significó nada, pero cuando uno mira la vida y los acontecimientos en retrospectiva siempre encuentra cosas que no fueron, cosas que fueron en exceso o que tal vez debieron haber sido más, y también encuentra cortes abruptos en el ritmo, momentos que en el largo plazo marcan un antes y un tal vez inexistente después, cambios radicales en la forma en que se estructura el día a día, que es en definitiva lo que nos permite decir si estamos bien o si estamos mal. Ese otoño hace 20 años, la grabación, la tormenta, las miradas, Laura… todo nos marcó, fue determinante, y tal vez eso es lo que quiero decirte y que tratemos de comprender, ordenar las cosas, buscarle el sentido y la forma de asimilarlo y proseguir, porque yo estoy quedado todavía allá, en El Palomar, y creo que vos también deberías estarlo, y quizás sea eso lo que me revuelve los tiempos verbales, que desarticula la gramática y entorpece la sintaxis… pero, bah, me importa un bledo la sintaxis en este momento, quiero decirte todo y no tengo coraje y por eso me río y asiento y callo. Vos, hablándome de la apertura de la cabeza, y yo con las cadenas asociativas totalmente desamarradas al viento, la percepción exacerbada, pero la lengua -látigo y analgésico- anudada entre los dientes, y unas palabras que se desvanecen en la bruma del amanecer.

2 comentarios:

  1. esos cortes abruptos en el ritmo son los que nos impulsan a ser.
    muy muy bueno.

    Un beso :)

    ResponderEliminar
  2. me encantó... simplemente eso, una sensación de relato maduro. Me gustó mucho.

    Gute

    ResponderEliminar