jueves, 1 de julio de 2010

Rutina Oscura. ruta.

Mi trabajo implicaba viajar, y el bajo presupuesto de la empresa significaba hacerlo en ómnibus, jamás en avión. Esto no es algo intrínsecamente malo, negativo, despreciable, pero de modo inevitable hacía que mi vida y la de la mayoría de mis compañeros fuese primordialmente eso: viajar. Prepararse la noche anterior, juntar algunas prendas desparramadas por las sillas del departamento y apretujarlas en un bolso, y guardar elementos que siempre presentía me iban a ser imprescindibles, pero que nunca salían de su oscuro reposo: una navaja suiza, cinta de embalaje, un metro de fina soga, inyecciones de cortisona, una lámpara de bolsillo potente, y tantos otros trastos que en mi ingenua osadía, en mis delirantes y ciegos anhelos aventureros imaginaba serían de gran utilidad, salvarían nuestras vidas y proporcionarían ingeniosísimas salidas a sorpresivos contratiempos, pero que pocas veces recordaba su existencia o su potencial necesidad una vez arriba del ómnibus. Y luego el resto: alejarse eternos kilómetros de la capital, incluso hasta allí donde los celulares no tenían señal, arribar puntualmente a destino, cumplir los mandatos, y volver. Y luego de algunos pocos días, volver a prepararse, separar la ropa, guardar los excéntricos objetos…

Los viajes largos tenían otra particularidad que se repetía sucesivamente: las paradas. Siempre cada intervalos regulares, el chofer estacionaba el vehículo en alguna remota estación de servicio, nos hacía descender y avisaba que no íbamos a movernos de ahí por media hora. Entonces, la comitiva descendía prolijamente, íbamos a los baños, nos mojábamos la cara cuando hacía calor, orinábamos y los más valientes iban todavía un poco más allá. Después, ocupábamos algunas mesas de lo que podía ser una prolija confitería con decorado moderno (como los “Esso-shop” de las ciudades, siempre pulcros, siempre iguales, siempre grises), una parrilla que voluptuosamente tentaba los paladares y estremecía hasta las más sólidas voluntades dietéticas, o una taberna que reunía a los trabajadores del pueblo, que después de la cena escapaban de la patrona o de la cama (el agobiante meditar antes de logar dormirse). Tomábamos un café y un tostado, o bien algún crujiente bife, según dónde nos encontrásemos, e incluso los más osados disfrutaban el vino de la casa, que siempre cumple las expectativas y no hiere demasiado al bolsillo. Pasábamos la media hora saboreando los bocados y charlando de cuanto tema alguien propusiese: la sequía en las pampas, la corrupción del gobierno de turno, el juego del puntero del campeonato, los concursos televisivos. Y después, educada y puntualmente, nos parábamos con lentitud, acomodábamos las sillas por debajo de la mesa para dar muestras de nuestros buenos modales, y atravesábamos silenciosamente la distancia que nos separaba del micro, para acostarnos, cerrar los ojos y continuar el viaje.

Esta pequeña distancia, antes de volver a subir al vehículo, era para mí endemoniadamente mágica, sufría y gozaba en silencio, viajaba misteriosamente por rincones poco explorados de mi ser. Sentía el silencio, llenaba mis pulmones de ese aire que siempre es más puro que en las ciudades, y sentía en mis facciones y en mis titubeantes rodillas ese viento que azota con increíble ferocidad en el llano, con contagiosa vivacidad, y luego miraba hacia mi alrededor, donde sólo alumbraban las luces tenues de la estación y los faroles que acompañaban la ruta. El resto era oscuridad, una oscuridad densa y misteriosa, que penetraba en mí hasta estremecerme y aumentar la frecuencia de los latidos de mi corazón, en una sensación indescriptible que era una mezcla de temor, tumultuoso anhelo, fervorosa curiosidad, poderoso deseo de sumergirme y perderme en ella. Allí podía haber cualquier cosa: animales salvajes al acecho, pantanos repletos de lodo, frondosos bosques interminables, planicie verde e infinita. Podía haber peligro, novedad, o posiblemente nada. No importaba lo que albergase esa oscuridad, lo que importaba era justamente su carácter de oscuridad: de desconocido, de indescifrable, imposible de asimilar a través de la vista. Misterioso. Y en mi enajenante rutina esa cualidad era la que me atraía ferozmente, me hacía vibrar de modo imperceptible mientras me dirigía al micro: a la luz, a lo seguro, al prolijo cronograma, al destino pautado. Lo otro, lo que estaba un poco más allá, quedaba inexplorado, y mi corazón latiendo ferozmente, aturdiéndome por algunos minutos.

Tuvo que pasar un largo tiempo para darme cuenta por qué guardaba esos cómicos objetos (cómicos para un viaje en micro a un centro industrial). Sólo me preparaba, ensoñado, para abordar algún día la oscuridad.

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