martes, 13 de abril de 2010

El café está más allá (Parte I)

Para Marcos ésa era una mañana como cualquier otra. El despertador sonó puntualmente, como todos los pronósticos indicaban, y él se tomó una traviesa atribución -que estaba contemplada en el cronograma-, corriendo la aguja unos minutos hacia delante y robándole unos minutos a la vigilia, regocijándose con esa pequeña batalla ganada a los trajines futuros. Un rato después, el despertar fue inevitable y necesitó de la templada lluvia que, regulada a su antojo, rasguñó con cariño su espalda, penetró prolijamente por sus poros faciales y peinó hacia atrás su cabello, logrando finalmente reavivar sus cinco sentidos. Su abnegación tenía un límite y no volvió a la cama; comenzó el día con la clásica apatía, esa melancólica indiferencia que es entendible en cualquier ser humano.

Todavía Chronos estaba bajo su control: podía realizar todas y cada una de sus tareas matutinas sin poner en riesgo la puntualidad, que era exigida por los jefes bajo amenazas de reducciones salariales, pero que a su vez había logrado instalarse en su conciencia como algo completamente razonable, una regla que debía seguirse sin posible rechazo, porque así lo marcaba una fuerza incuestionable que algunos encasillaban como “moral”, porque el cumplir con las obligaciones era una muestra de su dignidad y respetabilidad como persona, o simplemente porque la costumbre lo dictaba y ésta no era interpelada con frecuencia ni mucho menos con facilidad. Marcos no corría riesgo, Marcos estaba tranquilo, Marcos preparó cuidadosamente un envidiable desayuno: el café recién hecho, su aroma invadiendo apaciblemente toda la cocina, el rojo ardiente de la tostadora endureciendo las rodajas de pan, para que éstas sean untables con más facilidad, y para que su textura cruja ruidosamente al ser mordida… las partículas deshaciéndose y pinchando suave y amigablemente contra el paladar, mientras la mermelada revoloteaba presurosa batiéndose en la boca entera, que se relamía y se saboreaba y estallaba de placer. Los ojos se cerraban como un acto reflejo, para que la atención pueda ser focalizada en esas glándulas que estaban captando los voluptuosos jugos de la fruta, y todo lo que ellos significaban.

Pero entonces Marcos derramó el café, toda la mesada y hasta las blancas paredes se tiñeron de un marrón amenazante. Con los ojos ya abiertos, refunfuño e insultó en voz alta, lamentó que su efímero momento de placer haya sido interrumpido por un descuido tan estúpido, y se entristeció al aceptar que su relajado desayuno (su refugio de paz en las ajetreadas mañanas de temporada alta) iba a ser reemplazado por una apurada velada, debido al tiempo que perdería con la inevitable limpieza. Eso hizo el muchacho: mojó un harapiento trapo en la pileta, y comenzó a fregar intensiva aunque velozmente la mesada y la blanca pintura (¡quién lo había mandado a decorar de blanco esa cocina!). Realizó una labor irreprochable, contempló sonriendo la renovada pulcritud del ambiente, observó temeroso el reloj y se encontró ante el indeseado dilema.

Ahora sí, después del exabrupto, su situación era complicada: para alcanzar el tren de las 7:58, debía salir dentro de nueve minutos, y considerando que todavía debía pasar por el baño, afeitarse, peinarse y lavarse los dientes, eso significaba no tomar su renovador café de la mañana. Volvió a lanzar su descontento contra el cielo, pero el techo de madera que se interponía entre ellos (Marcos y el cielo) pareciese haber rebotado los reproches, porque un súbito y fulminante descontento recorrió su cuerpo entero, y toda la responsabilidad de los acontecimientos cayó sobre su persona como una mochila llena de plomo: no podía culpar a nadie (o nada) por el derrame de su taza, él era el único, innegable y verdaderamente idiota culpable de lo sucedido. Marcos emprolijó su tez con desgano, masticando rabia, y finas lágrimas humedecieron sus pómulos mientras deslizaba las navajas sobre su incipiente barba, con una violencia muy desconsiderada hacia su belleza facial, si podía hablarse de tal.

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